La Guajira, Colombia.

 

Mi entrada a Colombia no fue la más espectacular de todas porque pinché la rueda ni bien pisé el país. Traté de estirar la situación, de evitar cambiar la cámara bajo el sol ardiente en el medio de una ruta demasiado transitada y ruidosa, pero no pude, al menos se nubló cuando lo hice.


Estábamos en La guajira, para mí sólo era el nombre de una región, un nombre muy usado en canciones caribeñas, latinas, pegajosas, para bailar… para quienes vivían cerca era algo más turbio, algo más peligroso, para esas personas a las que les decíamos que íbamos a pedalear por ahí La Guajira era un lugar terrorífico, dónde te secuestraban por meses y años, te llevaban a unas tierras profundas hasta que seas olvidado por la sociedad. Perdí la cuenta de las historias tenebrosas que tuvimos que escuchar sobre La Guajira, para mí era mejor seguir pensando que era una zona digna de ser nombrada en una canción alegre.

Ni una cosa ni la otra, en nuestro paso por allá no vimos fiestas ni bailes, no escuchamos música alegre y pegajosa, por suerte tampoco fuimos secuestrados por la red de narcotráfico ni las famosas guerrillas que jamás vimos ni sentimos. Si vimos “guajiros”, personas terroríficas a las que les debíamos temer (las cosas que uno tiene que escuchar!), los vimos cortando la ruta para reclamar un poco de atención y cuidados por parte del gobierno, exigían que les arreglen las rutas, tener agua corriente y un sistema de salud digno. A nosotros nos dejaron pasar sin inconvenientes, la bici siempre hace más amigos que enemigos.

También vimos niños y niñas, o ellos nos vieron a nosotros primero porque en cada parada a beber agua venían a pedirnos dinero, y se nos quedaban mirando y nos tocaban las cosas, las bicis y nos pedían más dinero. De la frontera con Venezuela, hasta Riohacha, ciudad costera, había poco más de 100 km. y los hicimos todos de un tirón bajo un sol infernal, tomando agua caliente y apretando para llegar antes de que anochezca. No sé por qué, pero así lo sentimos, sentimos que debíamos cruzar esa zona en un día, rápido y sin tantos miramientos. Fue desgastante, yo sentía el herpes brotándome en el labio de la fatiga y el sol, pero lo conseguimos y valió la pena.

Una vez en Riohacha nos entró un poco el pánico y el cansancio, no teníamos dónde dormir y la ciudad era un caos de gente yendo y viniendo, autos, motos, vendedores ambulantes, más niños… Conseguimos internet y como manotazo de ahogado le mande un mensaje a una chica de Couchsurfing, me contestó rápidamente de que podíamos ir al lugar que ofrecía, que su madre nos abriría la puerta. Un alivio gigante la verdad. Allá nos recibió la madre de la chica, nos indicó la habitación y se fue. Todo muy escueto, pero estábamos tan cansados que no nos importó mucho, sólo queríamos una ducha y descansar. El calor era agobiante, quizás la palabra agobiante sea poco, en este momento no se me ocurre algo peor y más grave, digamos que me sentía como un pancito a punto de ser sacado del horno, mi cuerpo quemaba (ideal para una birra fria!).

 

Al otro día tuvimos que salir a conseguir pesos colombianos porque no habíamos cambiado dinero aún, nos pasamos el día en un centro comercial con aire acondicionado, afuera era un infierno. En un momento todo se oscureció y se largó una lluvia espectacular, me hace tan feliz la lluvia cuando hace tanto calor. Del suelo se levantaban todo tipo de vapores, hasta que el agua comenzó a acumularse y acumularse, nos reíamos, pero el agua no paraba de juntarse y volver al departamento caminando fue toda una odisea. 

 

Nos fuimos de Riohacha sin haber conocido a ningún colombiano, eso a mi me rayaba un poco porque tenia muchas curiosidades sobre el país, la gente, la comida y de todo en general. Pero no pudimos hacer ni un amigo en la ciudad… Venezuela me traía muy mal acostumbrada porque era muy fácil conectar con las personas y charlar y aprender y echar unas risas. Estábamos en un nuevo país, tenía que acostumbrarme y dejar de comparar. Comparar nunca suma.

La ruta estaba preciosa, fue agradable pedalearla la verdad, tomamos un desvío para ir a un pueblo de playa y ese camino estuvo hermoso. El pueblo no tanto, la playa estaba bien, de hecho, nos bañamos porque hacia muchísimo calor, pero no correspondía a la playa caribeña que uno imagina.

 

Por la tardecita vinieron varias personas a la playa a tomar aire fresco a la sombra de los árboles, nosotros estábamos ahí también, nos ignoraron bastante y la única persona que nos habló, le habló a Marc y le dijo “¿Cuánto sale esa bicicleta?”. Marqui le contestó y fin de la comunicación. Nos fuimos de la playa, pedimos permiso para poner la carpa bajo un techo grande que había en un sector de muchos chiringos de playa, las personas del restaurante de al lado dijeron que no había problema, nos metimos al mar un poco más y después nos tiramos un poco de agua dulce para sacar la sal, esa noche no habría duchita, ni baño.

Al otro día bien temprano levantamos campamento, apareció la mujer del restaurante de al lado y nos ofreció un cafecito bien dulce y rico, con ese rayito de esperanza salimos a la ruta.

El calor era tremendo, realmente a partir de las 10 de la mañana era un suplicio pedalear, el sol es fuertísimo en la zona y se siente que te rostiza la piel, teníamos el dato de una casa donde podríamos ser recibidos y pasar la noche, no sabíamos bien a dónde estábamos yendo, pero fuimos y valió la pena. 

 

 

El lugar esta en la comunidad Katanzama, luego de un desvío súper escondido, había un portón y empezamos a decir “¡Hola, hola!”, se acercó una mujer con la vestimenta típica, le comentamos que dos cicloviajeros que habían pasado hace poco por allí nos recomendaron el lugar para pasar una noche, si es que ella nos daba permiso, claro. Luego se acercó otra mujer, extranjera que hablaba algo de español, se miraron entre sí y dijeron que pasemos, que podríamos quedarnos. El lugar estaba buenísimo, era una casa gigante en el medio de la vegetación, por un caminito tenia acceso a una playa privada, también le llegaba un rio por detrás, allí instalaron el baño, donde podías darte una ducha con un sin parar de agua fresca que te devolvía el alma en un segundo. Esa ducha era poesía, con el calor insoportable que hacía, bañarse ahí en el medio de la vegetación escuchando los pajaritos era un gozo.

Compartimos la tarde con ellas, charlamos un poco y nos contaron que la casa tenia historia, había sido una sede de narcotraficantes algún tiempo atrás, yo de repente, me sentía en una guarida de Pablo Escobar, porque la casa tenia ese tipo de arquitectura colonial, era grande, con muchos cuartos y galerías, era la típica casa que se ve en la serie de El patrón del mal. Era loco estar ahí. De todas maneras, hoy en día la casa es de la comunidad por estar instalada en sus tierras y Ana, quién se pasó la tarde haciendo pulseras de mostacillas con diseños típicos de la región, era la cuidadora.

 

Llegamos a Santa Marta, fuimos confiados porque teníamos un contacto allí, el ingreso fue duro porque había muchísimo tránsito, pero llegamos a la ubicación que nos habían enviado. Viajando una desarrolla un instinto de supervivencia, de eso no hay dudas, y cuando vi dónde estábamos me saltaron todas las alarmas, todas y más. La persona que nos abrió el portón era rara, y la casa estaba como abandonada, las ventanas y puertas estaban tapadas con maderas, adentro no había muebles, algún que otro colchón tirado en el suelo. Yo no entré, Marc se fue para adentro con la bici porque el ingreso era como un garage, yo no me animaba, no quería entrar. Dejé la bici casi en la vereda, me asomé un poco dentro, la persona que estaba allí era extraña, le pregunté si tenía wifi, dijo que no, así que aprovechamos y con la excusa de salir a buscarlo nos fuimos para no volver nunca más, prácticamente ni nos saludó. No se qué tipo de lugar era ese, pero nos puso muy nerviosos.

Así que allí estábamos, en Santa Marta sin saber a dónde ir, dónde dormir, con un hambre feroz y cocinándonos de calor. Fuimos para la zona del malecón, nos comimos una hamburguesa con una coca, como para recuperar el ánimo y yo aproveché el wifi para ver si el Couchsurfing nos salvaba de nuevo.

 

Y lo hizo, en realidad la que nos salvó fue Anamaria, nos contestó rapidísimo y nos dijo que podíamos ir a su casa, su departamento era muy cerca de donde estábamos, nos advirtió que vivía con una perrita que podría ser algo territorial pero que era buena, sin miedo nos fuimos para su casa y conocerla fue lo mejor que nos pasó en Colombia (gracias Anamaria por tanta buena onda!).

 

Un mes estuvimos en la casa de Anamaria y Juanita, un mes… la cosa se distorsionó tanto porque el día que nos íbamos a ir de Santa Marta recibimos un mensaje de un chico que acababa de llegar a la ciudad navegando en un velero desde alguna isla del Caribe, el barco era de otro. O sea, ahí aprendimos lo que era el “boathitchhiking” dicho en criollo, hacer dedo en barcos. Con el permiso de Anamaria nos quedamos para conocerlo y que nos explique mejor la situación, porque él venia con un capitán que se iba a quedar sin tripulación, porque todos los jóvenes que traía se bajaban allí, y el señor necesitaría gente para navegar hasta Panamá.

Ustedes se preguntarán, ¿qué les importa a ustedes la gente que viaja en velero? Nos importa muy poco, lo que sucede es que estábamos al límite norte de Sudamérica y como nuestro plan era seguir pedaleando Centroamérica había que sortear el vacío que existe entre Colombia y Panamá, con la palabra vacío me refiero a la falta de acceso terrestre entre ambos países.

Las opciones para lograrlo no son muchas, está la posibilidad de tomar un ferry y algunas barcas de pescadores, así avanzar de bahía en bahía, hacer inmigración en el camino, y seguir dependiendo de alguna que otra lancha, todo esto sin certeza de los horarios, disponibilidad y precios, lo que sabíamos de algunas personas que hicieron ese cruce era que por tramo te cobraban alrededor de 150 dólares, dependiendo de tu cara. También existe la posibilidad de subirse a un velero turístico, que, de paso te pasea por las islas de San Blas, investigamos esta posibilidad, pero nos pareció que pedían demasiado dinero, el precio base eran unos 700 dólares por persona, y a eso le comenzaban a sumar, entradas al parque, acceso a las playas, las bicicletas, el trámite de inmigración, etc, etc. Cuando quisimos sumar todo, eran unos 1.000 dólares cada uno. Imposible. La otra opción que barajábamos y que era la que había ganado la disputa era tomar un avión, desde Cartagena de Indias a Ciudad de Panamá y chau pescado, rápido, fácil y barato. Los vuelos estaban más o menos 100 dólares cada uno y si sumábamos la bicicleta tampoco ascendía mucho más. Pero existía otra alternativa, un poco más aventurera y para gente con más paciencia que nosotros, y era instalarse en Cartagena y visitar la marina de turno para preguntar y averiguar si había alguna embarcación privada yendo a Panamá, algo así como hacer dedo, pero en el mar. Sonaba tentador, pero nos conocemos y no sabemos esperar, no sabemos tener paciencia y habíamos conocido personas que se demoraban meses hasta encontrar alguien que los cruzara y por eso, esa posibilidad nunca fue tomada en serio, honestamente. Hasta que se nos presentó de prepo con ese mensaje, ese día en el que nos estábamos yendo de Santa Marta.

Nos ilusionamos muchísimo con la aventura, conocimos al capitán, un estadounidense de 75 años que estaba dispuesto a llevarnos en su barco hasta Panamá, también estaba interesado en enseñarnos a navegar, porque mientras que esperábamos la llegada de su esposa tendríamos tiempo de aprender y practicar con el velero.

Día tras día íbamos a la marina a encontrarnos con Steve para salir a navegar, practicábamos diferentes maniobras, visitamos alguna que otra playa de la zona y la verdad que la pasábamos bien, de regreso siempre nos tomábamos una cervecita en el muelle y conversábamos un poco de la vida. 

 

 

Mientras tanto la convivencia con Anamaria era genial, nos divertimos mucho con ella en los días que compartimos, hasta salimos de fiesta en más de una ocasión, algo que no hacíamos hace muchísimo tiempo. También recuperamos varios kilos, porque nos la pasamos cocinando cosas ricas, comiendo, probando varias delicias que ella misma preparaba y regándolo todo con bastante cerveza. Qué decir, en realidad la pasamos bomba esperando a que llegue la esposa del capitán, hasta que llegó…

 

 

No salimos todos juntos a navegar ni una sola vez, pero compartimos algunas tardes en las que nos reuníamos para finiquitar algunos preparativos y poniendo a punto el velero para zarpar. También fuimos con Judy a hacer compras, demoramos más de tres horas en el supermercado, una tortura, nuestro viaje era corto, pero ella compró provisiones para los próximos meses en los que el capitán viajaría sin ella hasta Estados Unidos. También Marc tuvo que acompañar al capitán al hospital porque tenía una reacción muy fea en la piel y esto es algo que no le conté a mis papas, pero el doctor le diagnosticó sarna y lo medicó para ello, el capitán no le avisó a su esposa de eso así que ella también se contagió. Quizás se pregunten cómo es posible que él no le dijera a su esposa, con la que convivía dentro de un velero, que tenía sarna, pero es que su relación era horrible. O sea, realmente era horrible estar con ellos mientras estaban juntos, el capitán se dio vuelta como una media, su carácter se vio súper afectado desde que su esposa llegó. De repente dejó de ser simpático y amable, se transformó en un viejo de mier… quejoso, gruñón y prepotente. Le gritaba a su esposa, le hablaba mal constantemente y era imposible tener una conversación con él, con ella y ni que hablar con los dos juntos. Ni que decir que tenía sarna y eso es contagioso, lo pienso y me rio, sí que teníamos ganas de navegar.

Estábamos entre la espada y la pared, habíamos estado esperando el momento de zarpar por muchos días, un mes prácticamente y todo se puso medio raro con la llegada de Judy, yo estaba harta antes de salir, porque no me gusta la violencia y los malos tratos y ya percibía que no estaba todo bien en esa relación. 

En fin, oídos sordos a las alarmas, a los malos tratos, a la sarna y todo... teníamos ganas de intentarlo, de que esa aventura funcione, estábamos muy ilusionados con toda la experiencia. 

El día llegó, zarpamos y las palabras escritas a continuación son las que más o menos describen lo que fue semejante odisea…

36 horas me llevó darme cuenta de que aquel no era el lugar dónde quería estar.

La oscuridad era total, sólo algunas estrellas, con su presencia, me aseguraban que el cielo seguía sobre mi cabeza y que el mar desenfrenado seguía sosteniéndonos por debajo. El agua salpicaba de un lado y de otro, el velero tenía una luz roja encendida, lo cual hacía todo más tétrico. La radio no parada de dar alarmas, nos llamaban, nos pedían una respuesta y un cambio de rumbo porque estábamos dirigiéndonos sin noción a un barco carguero mil veces más grande que el nuestro.

El capitán en el interior del barco, ordenando mangos y paltas que habían rodado por el suelo, yo lo miraba con odio, en parte preguntándome cómo hacia para estar allí adentro como si el barco no se moviera y también con mucha furia porque él era el capitán, le habíamos pedido ayuda en cubierta y nos dijo que estaba haciendo algo mucho más importante allí abajo. Mientras tanto su esposa, al timón, al borde de la histeria, no paraba de alarmarse con la imagen que el radar le devolvía, sin duda nuestro rumbo se dirigía al barco carguero. La señora no tomaba decisiones, sólo llamaba a voz en grito al egoísta de su esposo que insistía, desde abajo, que lo que estaba haciendo era más importante y que dejemos de importunarlo. Marc me miró completamente desencajado, la escena era de película, estábamos mojados, el mar rugía con fuerza, las olas golpeaban el casco de la embarcación con mucha violencia salpicándolo todo, la noche estaba más oscura que nunca y la radio, bendita sea la radio que no paraba de llamarnos estresándonos aún más. Yo quería hacerme un ovillo y desaparecer, me angustiaba pensando en cómo llegué esa situación, qué cantidad de decisiones erradas tuve que tomar previamente para verme inmersa en semejante contexto. Quería llorar y llorar, pero no era el momento, porque íbamos rápido y no cambiábamos el rumbo, nadie nos decía qué hacer y eso era lo que necesitábamos. Una orden que seguir, era nuestra primera vez navegando en alta mar, de noche y nuestra experiencia manejando veleros era casi nula, nadie se pronunciaba. Marc llegó al límite y como si hubiera sido capitán en otra vida me dijo que redujéramos velas para al menos, bajar la velocidad y darle tiempo al acomodador de mangos y paltas de terminar su tan importante labor.

Lo hicimos, achicamos velas lo más que pudimos, el barco se estabilizó un poco, dejó de correr tan rápido y empezamos a dejarnos llevar con la corriente y las olas. Respiramos. La radio dejó de llamarnos, no sé si fue porque, en vistas de que no cambiábamos nuestro rumbo, el otro barco cambio el suyo por nosotros, o simplemente ya habíamos pasado el rango de peligro. No lo sé, pero cuando todo se calmó el capitán se dignó a salir a cubierta, nos recriminó algunas cosas que no recuerdo porque lo ignoré, sólo recuerdo que la violencia que el mar ejercía antes contra nosotros se la traspasó al capitán y él la empezó a ejercer contra su esposa. Nada detesto más en este mundo que ver a un hombre humillando y maltratando a su esposa. Fue una escena horrible y yo seguía con ganas de llorar y desaparecer, o desaparecer y llorar.

Comenzamos con las guardias nocturnas, pero quién iba a poder dormir dentro de esa licuadora, quién podría dormir estando con los nervios y el miedo a flor de piel. Porque lo mío ya era miedo, habíamos tenido una situación riesgosa y el capitán no había hecho nada, su esposa, también muy experimentada tampoco pudo resolverlo y nosotros, dos cicloviajeros inexpertos que estábamos de prestados en ese velero, porque lo único que necesitábamos era cruzar de Colombia a Panamá, tuvimos que tomar las riendas de todo y ponernos a salvo. No podía confiar en los dueños del barco, no podía, mi vida estaba en sus manos y yo ya había comprobado qué poco les importaba.

Salió el sol, lo esperé tanto que se me cerró la garganta de la emoción cuando lo vi. Se asomó inmenso desde el mar, que ya se había tranquilizado, yo estaba al timón, Marc estaba a mi lado y fue un momento de paz que jamás olvidaré. Un delfín saltó a nuestro lado para darnos los buenos días, abrimos más velas para ganar velocidad y continuamos navegando. Todavía tenía el sabor amargo de la peor noche de mi vida, tenía la tensión acumulada en cada músculo de mi cuerpo, necesitaba un café, un baño, una cama y dejar de verle la cara al capitán. Era el día uno de un viaje de diez días. ¿En qué me había metido?

Unas horas después entramos a una zona sin viento, ya sabíamos que ese momento llegaría, no nos sorprendió en absoluto, de todas maneras, el capitán se encargó de montar un circo y más pleitos para evadir prender el motor, discutió con su esposa nuevamente, la denigró una vez más, se escondió en el interior del barco y prendimos el motor porque realmente llevábamos más de una hora sin avanzar ni una milla.

A los diez minutos sucedió el milagro, miré el termómetro del motor y estaba desbordado, se había recalentado. Me asomé al interior del barco y le avisé al capitán, comenzó a gritar, subió a cubierta, lo vio con sus ojos, se puso frenético y desesperado empezó a decir que lo apaguemos.

Lo apagamos y quedamos a la deriva, sin viento, sin olas, simplemente boyando. Sin motor no podríamos seguir la travesía, al oeste se veía la costa de la ciudad de Cartagena de Indias, habría que llegar hasta allí, el puerto más cercano, a vela. Nos llevó unas cuantas horas, pero lo hicimos. “No hay mal que por bien no venga” dicen por ahí y esta vez fue así, gracias a ese motor dañado me pude bajar de ese velero para no subirme nunca más. 

 

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