Haciendo más amigos en Venezuela...



Voy demorada pero no quería dejar pasar más el tiempo y poner, al fin, en palabras lo que vivimos en Venezuela en la zona de Caracas, Aragua, Carabobo y Falcón. Más que nada por mí, lo escribo para mí, porque en los próximos años cuando lea esta bitácora que estoy relatando voy a revivir esta experiencia y recordar a todas aquellas personas que formaron parte de este viaje, que se nos cruzaron en el camino y que a muchas de ellas hoy puedo llamar de amigos o familia.

Dejamos la isla Margarita en un ferry nocturno, lo nuestro nos costó conseguir el pasaje más económico sin haber hecho reservas, pero, una vez más, la empatía venezolana nos salvó las papas y nos facilitaron absolutamente todo para que no pagáramos de más y para poder subir las bicicletas, con confianza de que serían tratadas con amor.

En el ferry no morimos de hipotermia de pura suerte, que tremendo el aire acondicionado, que a mí me encanta el frio, pero creo que se pasaron. Cuando llegamos a la Guaira, después de casi 11 horas yo no sentía mis pies y agradecí el golpazo de calor y humedad del exterior. 

 

Lo mejor de ese día fue el reencuentro.

En el 2017 yo pedaleaba sola, en esa época era otra María, con muchísimo menos criterio y conciencia, pero feliz, feliz hasta los huesos. Ahí estaba yo, toda llena de polvo rojo, pedaleando por una ruta bastante difícil, sola, bajo el sol, sin saber a dónde iba o con qué me iba a encontrar, estaba en Guyana, un país que está en Sudamérica pero que de sudamericano tiene poco. De repente me pasaron dos motos, rugiendo a toda velocidad, eran dos motos gigantes, me tiraron tierra y piedras, alguna puteadita se me escapó y listo, silencio otra vez, de nuevo éramos la selva y yo. Hasta que los vi volver, los moteros estaban volviendo y yo los miraba con atención. Se detuvieron junto a mí y comenzamos a charlar, eran venezolanos, creo que los primeros que conocí en mi vida, y eran toda simpatía. Carlos y William, me miraban cómo si fuera una extraterrestre, no entendían que estaba haciendo ahí, en el medio de la nada con mi bici, se reían y hacían chistes, se pusieron “a la orden” conmigo por si necesitaba algo, me convidaron chocolates, agua y alguna que otra cosa que llevaban en sus motos, que eran dos naves. Me ofrecieron también comunicarme con mi familia, porque tenían un teléfono satelital y yo llevaba días sin mandarle un mensaje a mi mamá, no supe cómo marcar el número así que no pudimos comunicarnos, pero William llamó a su hermano y este le mandó un mensaje a mi mamá. No sé qué se le habrá pasado por la cabeza a mi madre cuando recibió un mensaje desde Venezuela en el que le decían que yo estaba bien en Guyana, pero bueno, funcionó. 


Nos despedimos, la verdad que ese cruce con ellos me llenó de energía y seguí pedaleando con más ímpetu. Entre una cosa y la otra ellos tuvieron problemas con los papeles de la moto en el país y cuando yo estaba durmiendo plácidamente en mi hamaca en un refugio de guardaparques ellos aparecieron. Era de madrugada y venían en una combi llena de gente y me decían que me vaya con ellos, que nos íbamos a Georgetown, la capital. Pero yo, terca como siempre les dije que no, que yo iba a seguir pedaleando esas tierras inhóspitas y que cuando llegara a la ciudad me comunicaba. Mi llegada a Georgetown es digna de ser relatada en otra historia porque fue algo muy irreal, pero lo importante es que ellos ahí estuvieron y me echaron un cable gigante, me cuidaron y me malcriaron muchísimo en esos días que compartimos en la capital. Cuando llegó el día de despedirnos porque a ellos les tocaba irse fue como si me arrancaran una pierna, me había encariñado tanto con ellos dos que me dolía mucho despedirme. Pero, las despedidas forman parte importante en esta vida y nos dijimos adiós para siempre.

Ese para siempre duró seis años porque ni bien pisé Venezuela, William estuvo atento a nuestros pasos e insistía en que pasemos por Caracas, su ciudad. Yo tenía muchas ganas de que Marc lo conociera porque le había contado muchas historias de él y finalmente ese día llegó, ese día en La Guaira, William, alias “el chapita” nos pasó a buscar para llevarnos a su urbanización, donde conoceríamos a su familia y compartiríamos algunos días juntos.

Pasar el tiempo con ellos fue fácil, como si nos conociéramos de toda la vida. Mariam, la esposa del chapita es una mujer dulce y sensible, puro amor y Anne la hija menor es un personaje, muy divertida. Juntos hicimos varios paseos, subimos el Avila al amanecer en una caminata preciosa, comimos empanadas, arepas, focaccias, y más cositas ricas. También nos fuimos hasta la Colonia Tovar, un lugar súper pintoresco, anclado en la montaña con unas vistas espectaculares. Allá arriba Marc y William se pusieron finos comiendo unas rodillas de cerdo para nada saludables, también aprovechamos a comer frutillas cultivadas en la zona. Fue un domingo en familia, lindo y plácido que jamás olvidaré.


Los días se nos pasaron volando en Caracas, es una ciudad muy bonita que poco a poco están recuperando y poniendo en valor, vale la pena visitarla, a mí me gustó muchísimo, aunque claro, la buena compañía siempre ayuda a mejorar los lugares.

Un día tuvimos que irnos y despedirnos, ¡ay que tortura las despedidas! No sé si es la edad o qué, pero cada vez me cuestan más y despedirme de tan hermosa familia me dolió mucho. El chapita nos llevó en su camioneta hasta la salida de la ciudad para que nos sea más fácil pedalear y tengo una imagen re triste de él en su auto viéndonos partir y nosotros alejándonos poco a poco, saludándolo con un hasta siempre, otra vez.

Disculpen tanta sensibilidad, pero bueno, forma parte, no crean que esto de conocer gente, compartir y despedirse es fácil. Recuerden que nosotros estamos siempre solitos, juntos, pero solos. Lejos de nuestra familia, lejos de nuestros amigos y con el paso del tiempo es cada vez más difícil mantener las relaciones a distancia con quienes solíamos compartir momentos y actividades. Entonces, cuando congeniamos tan bien con buenas personas, nos encariñamos rápido y no queremos aceptar que quizás no las veamos nunca más.

En fin, volvimos a la ruta y tardamos horas en llegar a la casa de Harol, un contacto de Couchsurfing que resultó ser una persona muy amorosa, tanto así que hasta nos cedió su cama para que durmiéramos juntos, mejor y frescos con el tan preciado aire acondicionado, porque el calor aprieta en Maracay.

Acabábamos de despedirnos de una hermosa familia y ya estábamos entrando en otra. La verdad es que Venezuela fue así, cada día y eso es algo que jamás olvidaré. Harol es un tipo genial, con el fuimos a pasear a la Bahia de Cata, caminamos por la ciudad, comimos bastantes arepas hechas por él, el plato nacional llamado pabellón, también probamos el pasticho (un plato parecido a la lasagna) hecho por su mamá y comimos mangos hasta el hartazgo porque estábamos en temporada. Y cómo no, también nos fuimos a una pulpería a tomar cerveza bien fría, porque déjenme decirles que, si alguien sabe de cerveza helada, son los venezolanos.

Esa secuencia fue graciosa, porque estábamos en la casa de Harol, eran las seis de la tarde más o menos, ya estaba oscureciendo y ¡zas! Se fue la luz. Algo muy habitual para ellos porque se corta cada día en algún momento, y automáticamente se escuchó el grito de “¡Maduro conchatumadreee!” y nos estallamos de risa. Antes de que la casa se ponga muy calurosa nos fuimos para la pulpería del hermano de Harol, donde matamos las horas con un montón de vecinos más, bailamos salsa y charlamos con todo el mundo. El plan era seguir viaje al otro día, pero la resaca complicó todo un poco… nos quedamos un día más en Maracay.

 

 

 


Para que me crean que íbamos saltando de familia en familia, cuando nos fuimos de Maracay pedaleamos unos 96 kilómetros (con lluvia y todo) hasta Puerto Cabello, un pueblo precioso, donde nos esperaban Marielys, Darío y Kai, otra familia inolvidable y tan pero tan amorosa que me encantaría tenerlos al lado, ahora mismo, para abrazarlos. Ellos tienen un café en pleno centro, llamado Boite a Gouter Café, así que ya saben, si van a Puerto Cabello los visitan y se toman algo rico en la terraza divina con vistas al mar que tienen. 

Llegamos un domingo a Puerto Cabello, como al día siguiente era lunes, los chicos cerraban el café y tenían día libre. El plan del día era ambicioso y nosotros nos sumamos, porque si algo tenemos de bueno Marc y yo es que jamás decimos que no. ¿Cuál era el plan? Nada más y nada menos que remar como 30 kilómetros a un lugar llamado La Ciénaga, un paraíso de aguas verdes.

Darío consiguió otro kayak para nosotros y bien temprano, al alba, nos fuimos a la playa para comenzar la travesía. Pasamos horas y horas remando, cruzamos una zona de mar abierto en la que el kayak subía y bajaba, las olas nos elevaban, nos salpicaban, los brazos comenzaron a quemar por el esfuerzo, pero seguimos y seguimos. Los chicos en su kayak llevaban al bello Kai, de un año y medio que dormitaba en los brazos de su mamá. Hubo un momento en el que estábamos reventados y decidimos desviarnos para entrar a una bahía que parecía más pequeña de lo que fue, porque nos llevó muchísimo esfuerzo llegar a la playa, que resultó ser una zona militar donde no podíamos estar. Sin embargo, los militares nos dejaron quedarnos, y hasta nos prestaron una parrilla para que hagamos los choripanes que pensábamos almorzar. Eso sí, a determinada hora debíamos irnos, y así lo hicimos. 

El descanso en la playa, la comidita y todo nos animó aún más, estábamos tan cerca del objetivo, que ninguno quería volver a Puerto Cabellos sin haberlo cumplido, por común acuerdo decidimos intentarlo y nos perfilamos rumbo a La Ciénaga.

¡Qué bello lugar! Fue muy satisfactorio llegar, Kai, tan chiquitito, se portó súper bien, disfrutó del agua y el paseo. No tuvimos muchísimo tiempo para relajar porque la verdad es que eran como las tres de la tarde, y todavía teníamos que volver, y no teníamos mucho margen de luz solar, porque realmente estábamos lejos. Los chicos propusieron que tomemos una lancha, ni que sea un tramo, como para adelantar unos kilómetros y después remar el resto hasta la costa donde teníamos el vehículo. Así lo hicimos, fue muy gracioso cuando nos bajamos de la lancha para subirnos a los kayaks otra vez, Kai se enojó y empezó a llorar y nosotros nos mirábamos porque todos queríamos llorar como él, todos deseábamos seguir en la lancha hasta la camioneta, estábamos re cansados como para volver a remar por otras horas más.

Pero, todo esfuerzo en esta vida tiene recompensa y cuando el sol comenzó a caer se aparecieron muchísimos delfines que, nadaron con nosotros por más de treinta minutos. Nos acompañaban a lado del kayak, barrenaban olas, jugaban, comían, se cruzaban de un lado al otro. Y nosotros de fiesta, emocionadísimos hasta la médula porque era algo impagable, una experiencia que ni en sueños habría sido tan espectacular.

Volvimos reventados pero felices, los brazos dolerían al día siguiente. Día en el que intentamos irnos, pero Marielys dijo que de ninguna manera nos íbamos a ir porque todavía teníamos cosas que hacer. Yo no me atreví a contradecirla y lo bien que hicimos. Nos llevaron a pasear a un fuerte que tiene un mirador muy bonito y luego conocimos el proyecto de su casa, ubicada en un lugar precioso rodeado de naturaleza, plantas de cacao, café, papayas, aguacates, plátano, flores y tanta naturaleza. Prometimos volver para la inauguración. 

Al otro día si continuamos viaje y nos despedimos de los chicos, nos fuimos súper agradecidos por el tiempo que nos dedicaron y el cariño con el que nos cuidaron.

Ese mismo día pedaleamos algo como 101 kilómetros y llegamos a Chichiriviche, re famoso por allá, pero bastante feito. Veníamos de Puerto Cabello, un lugar precioso, pintoresco, limpio y cuidado. Chichiriviche nos resultó todo lo opuesto. Los que sucede es que el atractivo no está en el pueblo sino en las islas que rodean la región, porque allí se encuentra el Parque Nacional Morrocoy (¿se acuerdan qué era el morrocoy?) y el muelle está lleno de lancheros que te llevan a la isla que quieras, por $10 dólares por persona te cruzaban a la isla de enfrente, que se veía desde la costa, o sea, eran 5 minutos de viaje. Imagínense, si querías ir a la isla más famosa que se llama Cayo Sombrero, te pedían como $50 dólares por persona.

No hace falta que les aclare que Cayo Sombrero lo vimos por fotos no más, búsquenlo en google, es precioso.

Lo lindo de haber ido allí es que teníamos el contacto, gracias a Marielys y Darío, de una señora que se llama Zulay. Ella tiene una casa en la playa, es una casa que funcionaba como centro cultural, biblioteca, punto de encuentro, etc. También recibió por muchísimo tiempo a viajeros de todo el mundo y nosotros también pudimos quedarnos allí, el espacio se llama Club de Luna. La casa esta solita y a pie de playa, pudimos armar la carpa y conocimos a los vecinos Irma y Santos, ellos nos abrieron las puertas y nos ayudaron a acomodarnos. 

Un poco frustrados por los precios de los traslados a las islas no sabíamos si íbamos a hacer algún paseo o no, de repente de apareció por la playa una mujer a invitarnos a sumarnos a un paseo que ya habían organizado con otros chicos, el plan era ir en lancha a playa Varadero y como éramos varios nos costaría $3 dólares por persona. Ni lo dudamos y salimos disparados a encontrarnos con el grupo (todos de Venezuela y una chica de Chile), eran todos artesanos, viajeros, uno más simpático que el otro y la verdad es que la pasamos genial con ellos. Nos habían visto la tardecita anterior paseando por el pueblo y sabían que estábamos en Club de la Luna, por eso nos encontraron y por suerte nos invitaron a compartir el día de playa con ellos. 

 

Poco más hicimos en Chichiriviche más que descansar y juntar fuerzas para la próxima etapa, nos esperaba adentrarnos es una de las zonas más calientes de Venezuela. Yo pensaba, ¿realmente se puede tener más calor?

 Gracias por leer 💜

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