Hola Mar Caribe!

 

Llegamos a Puerto Ordaz más temprano de lo previsto, nos sorprendió la ruta por la que entramos a la ciudad porque estaba espectacular, era una autopista gigante pero prácticamente sin tránsito, era toda nuestra. A medida que nos acercábamos a la urbanización íbamos tomando conciencia de que nos acercábamos a una represa gigante, la central hidroeléctrica de Macagua. La vista era genial, el ruido del agua y el vapor que levantaba, la verdad es que estaba precioso. Aprovechamos para sacarnos algunas fotitos antes de adentrarnos en la ciudad, dónde nos encontraríamos con Ricardo, quien nos iba a recibir en su casa.

Nuestro punto de encuentro era la sala de arte de la ciudad porque allí es donde Ricardo trabaja, él es el director del coro de Sidor y por eso nos citó en esa dirección, el problema fue que llegamos mucho antes de lo previsto y que él se había retrasado en la espera para cargar gasolina, algo bastante normal en algunas ciudades de Venezuela, conclusión, lo esperamos bastante tiempo, quizás horas. Sin embargo, algunas personas de la sala de arte nos mantuvieron entretenidos charlándonos muchísimo, contándonos cuentos de la ciudad, de artistas, de la música y muchas cosas más, también conocimos a un vecino que vivía en el departamento de arriba, quien había salido a pasear a su perrito, pero al vernos junto a las bicicletas se detuvo a charlar también. Es muy curioso cómo de repente éramos cinco personas, todos desconocidos charlando en la mitad de la vereda, hubo quienes se sumaron momentáneamente a la tertulia, pero luego siguieron con su día, en cambio otros se pasaron las horas que nos tocó esperar a Ricardo haciéndonos compañía. Es que los venezolanos son fáciles para ponerse a charlar y hacer amistades, además los puede la curiosidad y nosotros llamamos mucho la atención con nuestras bicicletas y la pintas que llevamos.

Llegó nuestro salvador, estaba muy apenado por hacernos esperar tanto pero no tuvo más remedio que cuidar su turno en la gasolinera para llenar el tanque de su moto, nos despedimos de todos nuestros nuevos amigos y nos fuimos tras Ricardo a su casa, que quedaba súper cerquita de dónde estábamos, por suerte. Una vez allí comenzó la hazaña para subir las bicis y todos nuestros bártulos por el ascensor hasta el quinto piso, nos llevó un poco de tiempo, pero entre los tres lo logramos sin problemas. Ricardo nos mostró su hogar, nos indicó algunas cosas, nos ofreció la comida que nos había preparado y se fue a trabajar.

Allí estábamos, Marc y yo, solos, en un lugar tranquilo y acogedor. Nos dimos una merecida ducha, que yo agradecí demasiado, comimos y quien me conoce sabe lo que hice después… ¡Por supuesto me dormí una siesta espectacular, toda limpia y perfumada, con la panza llena y en una cama sumamente mullidita! Entre tanto decir gracias, gracias universo, me dormí…

Nos quedamos más tiempo del previsto en Puerto Ordaz, un poco porque veníamos de una etapa larga de viaje y nuestros cuerpos necesitaban descansar y comer bien por varios días, y por otro lado porque nuestra estadía con Ricardo fue genial. Resultó ser un tipo muy simpático y con un montón de historias para contar, también muy curioso y activo. Nos invitó a varios eventos con sus alumnos del coro, muchos de ellos, más que alumnos son amigos, así que las risas no faltaron nunca, conocimos personas muy amorosas, conocimos sus historias y aprendimos muchísimo de la música venezolana. Los días fueron pasando y nosotros seguíamos posponiendo nuestra partida, sin embargo tuvimos que ponernos firmes y partir. No fue fácil, porque realmente conocimos gente hermosa que me encantaría volver a ver algún día, es difícil irse de donde uno se siente cuidado y querido, las despedidas cada vez me cuestan más, debe ser la edad…

 

El día que nos fuimos de Puerto Ordaz no teníamos muy en claro dónde dormiríamos esa noche, lo que si sabíamos era que queríamos acampar a orillas del rio Orinoco, porque todavía no lo habíamos visto en su máximo esplendor. A veces hago cosas que ni yo me explico el por qué, pero ese día en el que volvimos a la ruta yo estaba en el segundo día de la regla, y eso no son palabras menores. Recuerdo que de esos kilómetros no recuerdo nada, o sea, mi cerebro estaba en una burbuja, pedaleaba por inercia y si bien era todo plano, yo sentía que estábamos en una constante subida. Una tortura, vamos. 

 

Llegamos al desvío que habíamos visualizado en nuestro mapa, el asfalto desapareció y dio lugar a la tierra y por momentos a bancos de arena. O sea, yo de casualidad estaba en pie de lo agotada que estaba y de repente la ruta me desafió con unos bancos de arena que eran imposibles de pedalear y me tocaba empujar la bici bajo ese calor inhumano. Marc iba adelante y me miraba de reojo constantemente, yo creo que él temía el momento en el que yo perdiera los estribos, tirara la bicicleta al suelo y me pusiera a llorar desconsoladamente preguntándome ¿Quién me mando a hacer esto? ¿Qué hago acá? Etc… Pero ¿saben qué? No lo hice. Creo que estaba tan floja físicamente que ni tuve energía como para el berrinche, me limite a respirar, pausadamente, mirar para abajo y repetirme “no desistas, no desistas”. Así, pasito a pasito crucé los bancos de arena, pedaleando despacito subí las pendientes de tierra y piedra y respirando pausadamente llegué a orillas del rio Orinoco. Buscamos una sombrita y al fin, a descansar un poco. 


Antes de llegar al rio pasamos por algunas casitas de pescadores, saludamos un poco, pero seguimos rumbo a la orilla, en cuanto nos acomodamos en una sombra aparecieron dos hombres a charlar. Fueron claros y concisos, nos dijeron que ahí no podíamos acampar porque era peligroso, que mejor nos íbamos a su casa y allí estaríamos más seguros, que estaban por salir a pescar lo que íbamos a cenar todos juntos esa misma noche. O sea, como dije antes a un venezolano no le niegues nada porque te ganarás un enemigo, ante semejante entrega y solidaridad, no tuvimos más opción que aceptar todo lo que se nos dijo y esperar el regreso de aquellos dos amables pescadores.

Los esperamos bajo la sombra de los árboles, la brisa era perfecta y no se sufría tanto el calor, yo estaba mejor de ánimos y energía, al cabo de un par de horas ya estaban de vuelta y con ellos nos fuimos para su casa. Eran padre e hijo, se pusieron a la orden, como ellos dicen, ni bien llegamos a su casa. Habían pescado dos piezas que comenzaron a limpiar automáticamente para después freírlas y ofrecérnosla junto a algunas arepas, todo al fuego. Charlamos muchísimo, nos contaron cómo era su vida por esos lares, cómo va la pesca, algunas historias de su familia y de otros viajeros que también fueron acogidos por ellos mismos. Por nuestra parte les contamos algunos de nuestros periplos en bicicleta y estaban fascinados con nuestro coraje. Una vez cenados nos pudimos bañar, en el baño había una manguera con agua infinita, fresca y abundante, fue un placer el poder bañarme allí esa noche, a la luz de la luna. Fresquitos y limpios nos despedimos de nuestros anfitriones y nos metimos en la carpa, uno de ellos se iba a dormir a orillas del rio, donde nos habían dicho que no podíamos acampar porque era peligroso. El joven duerme allá cada noche, porque allí dejan su embarcación con el motor puesto, y eso hay que cuidarlo porque es su fuente de ingresos.

A la mañana siguiente nos encargamos de prepararles el desayuno, el joven que estaba de guardia volvió a la casa antes de que nos fuéramos y pudimos compartir el desayuno con él también. Nos despedimos con sendos abrazos y promesas de futuros mensajes. Me conmueve conocer personas tan solidarias y amables, me conmueve mucho y aprendo de su bondad y desinterés, ese afán que tienen de compartirlo todo, de cuidarte, de ofrecerte hasta lo que no tienen. Ojalá todos fuéramos más como ellos en esta vida…

 

De vuelta a la ruta, a desandar el desvío con subidas y bajadas y sus malditos bancos de arena. Ese día me sentía mejor así que sorteé todos los obstáculos sin drama. Una vez en el asfalto, todo fue pedalear y pedalear hasta llegar a Ciudad Bolívar. Allí nos estaba esperando un anfitrión de Couchsurfing, Jovanny, un tipo muy simpático y charleta que ni bien llegamos prendió la parrilla, compró birras, ron y nos malcrió con todo lo que pudo. O sea, la generosidad no paraba de sorprendernos. Él también nos habló mucho de la realidad política del país, del gobierno y del pueblo venezolano. Pasamos lindos momentos con Jovanny, Loira y Loimarth, comimos muchísimo, compartimos muchas charlas y casi que nos vamos a una isla del Orinoco a pasar el día, pero era Semana Santa y nos quedamos sin plazas, al menos lo intentamos. 

Con Marc nos fuimos en bici un día a conocer el centro histórico de la ciudad y la verdad es que nos pareció de película, no había ni un alma y estaba precioso. Entramos a los museos y nos atendieron muy bien, nos contaron varias historias e hicimos las visitas guiadas pertinentes. Fue un muy bonito paseo, caluroso, pero valió la pena. 

 

 


Después de haber pasado tantos días en Puerto Ordaz y algunos otros en Ciudad Bolívar, no puedo decir que aún estábamos con los cuerpos cansados, ya nos tocaba encarar la ruta de una vez, pero esta vez en serio.


Dejamos Ciudad Bolívar, a la salida tuvimos que cruzar el puente de Angostura sobre el rio Orinoco, ¡hasta siempre Orinoco! La ruta se presentó mayoritariamente plana, el asfalto estaba impecable y casi que el viento nos empujaba, fue muy fácil ganar kilómetros en pocas horas, lo cual era genial porque habíamos salido al amanecer con la idea de pedalear hasta el mediodía, porque después el sol se ponía demasiado violento. Todo salió a pedir de boca, esa noche acampamos en una especie de ferretería, cerca de una alcabala, gracias a los vecinos pudimos tirarnos una agüita fresca al final del día y rellenamos nuestras botellas con agua potable para el día siguiente, que prometía muchos kilómetros más.

Domingo de pascua, nada de huevitos ni chocolates, eso es un poco deprimente, pero estando en la ruta en el medio de la nada no es fácil encontrar caprichos tales como los que la pascua demanda. No importa, ya estoy acostumbrada, es como que cuando se puede genial, pero si no se puede no pasa nada. Todo forma parte de elegir vivir así, en la ruta y de acá para allá.

La pedaleada fue muy sencilla, igual que el día anterior, un asfalto impecable, largas rectas y pocas colinas… todo muy fácil hasta que aparece el sol cual soplete a derretirte el cerebro. Conseguimos mangos, compramos una bolsa con muchos de ellos listos para comer. Hacía tanto calor que nos resguardamos un rato a la sombra para poder comerlos, habremos comido dos o tres cada uno, estaban riquísimos. Entre mango y mango muchas personas nos vinieron a hablar, a hacer preguntas, a ofrecernos cerveza y sacarse fotos con nosotros, a veces me da vergüenza porque una está toda transpirada, sudando la gota gorda y la gente te abraza para la foto, pero bueno si a ellos no les importa no debería importarme a mí ¿no?

De tantas personas que se nos acercaron hubo un señor en especial que nos dijo “¿ya probaron el cuajado de morrocoy?” Se nos despertaron todas las curiosidades juntas, porque cuajado de morrocoy, o sea, la palabra cuajado a mí me sonaba a leche, yogurt o algún lácteo cortado y morrocoy… bueno no me sonaba absolutamente a nada. Le dijimos que no teníamos ni idea de lo que era, y nos dijo que lo esperáramos unos minutos, que su esposa había preparado uno ese día, porque se come en pascuas y que nos iba a traer un poco. El hombre se fue y una mujer que estaba por ahí se nos puso a charlar, dijo que ella prefería el cuajado de pescado. Aprovechamos para preguntarle qué era el morrocoy y nos dijo que era un animalito del monte, que tiene un caparazón con líneas, e hizo gesto como si las líneas fueran horizontales. Será un armadillo pensé y le pregunté, a lo cual me dijo que no sabía. Allí mismo quedó la conversación con la señora y apareció el hombre con un tapercito y el famoso plato típico de la pascua, me dio mucha gracia que antes de convidarnos me dijo que primero comía él para que viéramos que, lo que nos estaba ofreciendo no estaba malo y nada raro. Me reí por dentro pensando en esas películas donde los reyes tenían esas personas que probaban su comida antes para evitar envenenamientos, cuántas películas habrá visto ese señor para tener semejante ocurrencia de tener que demostrarnos que lo que nos estaba ofreciendo tan amablemente podría hacernos mal, si supiera la cantidad de cosas de dudosa procedencia que hemos comido.

A simple vista el plato era un pastel (según Marc) o una tarta (según yo, argentina de pura cepa) que tenía de todo, cebolla, ajo, plátano, queso, alguna que otra verdurita y el famoso morrocoy. Estaba riquísimo, no lo voy a negar. Nos bajamos todo el túper y se lo devolvimos al señor. Bastante animados nos despedimos de él y seguimos pedaleando hasta encontrar un lugar dónde poder armar la carpita y pasar la noche.

En la entrada a un pueblo había una alcabala dónde nos detuvieron para preguntarnos de dónde veníamos y ofrecernos agua o un lugar para descansar, los policías fueron muy simpáticos pero el lugar no era muy idóneo como para pasar una noche tranquila, estaba muy pegado a la ruta y el tránsito era incesante. Luego de tantos días en Venezuela, nos sentíamos más confiados, el cariño de su gente cada día nos fue convenciendo de que en realidad estábamos súper protegidos por todos y que todos los que nos cruzaban nos cuidaban mucho, así que nos alejamos de la policía y no adentramos en un caserío que prometía una noche más calma y silenciosa. Allí había un puesto de Defensa Civil, o Bomberos, o las dos cosas juntas. Eran varios en la oficina y ni bien nos vieron nos invitaron a acercarnos, nos ofrecieron un lugar para poner la carpa, un baño, cocina, y una buena ducha con agua ilimitada. Habíamos triunfado, otro día más pasándola muy bien en tierras venezolanas. No exagero cuando digo que pedalear por allí estaba siendo demasiado fácil, la gente nos solucionaba todos nuestros problemas siempre, casi que sin preguntar ya nos decían dónde dormir, de dónde sacar agua, dónde bañarnos y si podían nos ofrecían comida o frutas. O sea, mejor imposible. Escribo estas palabras con mucha nostalgia, porque ya no estoy en Venezuela y recordando esos días casi que se me pianta un lagrimón lleno de añoranza…


Al amanecer ya estábamos pedaleando, no nos alejaban muchos kilómetros del mar, en breve íbamos a llegar al mar Caribe, a la playa de nuevo. Quizás las ansias fueron las que hicieron que pedaleáramos tantos kilómetros en tan pocos días, porque de repente ya estábamos en la costa de nuevo. La ciudad a la que pretendíamos llegar se llama Puerto La Cruz, allí yo tenía un contacto de Couchsurfing que podría recibirnos en su casa, sin embargo, como íbamos a llegar súper temprano le propuse a Marc que primero vayamos a la playa, pasemos un día de relajo y que a la tardecita podríamos ir para la casa del anfitrión. A Marqui le pareció buena la idea y nos fuimos para una playa que nos habían recomendado, llamada Lechería. Serían las once de la mañana y ya estábamos pedaleando por el paseo de la costa de Lechería, de repente un auto se detiene a la par nuestra y nos comienzan a hablar, cruzamos algunas palabras básicas hasta que comenzamos a entorpecer el tránsito, entonces se detuvieron más adelante y ahí sí, comenzamos a hablar. Eran una pareja muy simpática, nos vieron con las bicis tan cargadas y se dieron cuenta rápidamente de que veníamos de lejos, les contamos un poco de nuestro viaje y nos invitaron a desayunar a su restaurante, que quedaba por allí cerca. Terminamos de dar una vueltita por la costanera y nos fuimos para el restaurante porque obviamente no íbamos a rechazar semejante invitación. Me acuerdo de que cuando le conté a mi familia que nos habían invitado a un restaurante mi papá dijo “pobre gente, con ustedes es más caro alimentarlos que vestirlos”. Y un poco de razón tiene, comemos bien y de todo y ese día nos alimentamos demasiado bien, casi que mi cuerpo no entendía qué era lo que estaba pasando, de repente estaba recibiendo una milanesa, pasta, verduras, sabores, condimentos, jugo, café, postre. Me gustó que la comida no la elegimos nosotros, fue Álvaro, quien nos había invitado, el que decidió los platos y tuvo la genialidad de darse cuenta de que como argentina que soy iba a disfrutar de comer una buena milanesa, y así fue. 


Una cosa llevó a la otra, nos presentaron a más personas, charlamos bastante y nos terminamos quedando esa noche en la casa de Álvaro y Soledad, por la noche nos llevaron a pasear en auto para que conozcamos más la ciudad y después probamos las pizzas de su restaurante, también comimos por primera vez tequeños y la famosa fosforera venezolana, es un caldo de pescado y mariscos que se llama así por su alto contenido en fósforo, también se le atribuyen dotes afrodisíacos y algunos la llaman “levanta muertos”, creo que no hacen falta más explicaciones, lo único que voy a remarcar es que estaba espectacularmente deliciosa. La cena con Soledad, Álvaro, su familia y amigos, fue muy divertida, conversamos muchísimo, contamos muchos cuentos y nos reímos bastante. Más se rieron ellos cuando nos preguntaron qué platos venezolanos habíamos probado y les contamos la secuencia con el cuajado de morrocoy. Entonces, no sé quién fue el o la traidora que nos preguntó ¿pero, ustedes saben qué es el morrocoy? Claro, dijimos. Armadillo. 

 

Hubo miradas y risas, hasta que alguien, tampoco recuerdo quién me dijo que buscara morrocoy en Google. No se las voy a dejar tan fácil queridos lectores, búsquenlo ustedes y sáquense la duda de qué es el morrocoy, yo por mi parte prefiero no recordarlo. Se rieron, nos reímos porque no quedo otra alternativa, lo hecho, hecho está y viajando siempre pasan cosas…

Al otro día nos fuimos a la playa, a relajar y descansar, esa tarde un amigo del hermano de Soledad me dijo que llevaríamos mi bici a la bicicletería para que me pongan el rayo que estaba partido hace varios días y a que me arreglen el freno trasero que brillaba por su ausencia. El señor se llevó mi bicicleta y al rato la fuimos a buscar con Álvaro y Marqui. Quienes estaban en la bicicletería se mostraron muy entusiasmados con nuestro viaje, nos felicitaron, nos sacamos fotos y nos desearon buena suerte. Todo fantástico, mi bici ya estaba perfecta de nuevo… bueno quizás la palabra perfecta es un poco fuerte, digamos que ya estaba arreglada como para continuar.

A la vuelta de la bicicletería compartimos un momento con el socio de Álvaro, Javier y su novia, Sioly. Ella tuvo un detalle que no voy a olvidar porque nos regaló un pomo gigante de protector solar, otro enorme de repelente y un montón de toallitas húmedas de repelente también. Fue un regalo tan preciso y necesario que me conmovió cómo ella comprendió nuestras necesidades, no sé quizás parezca una tontería, pero para mi significó un montón un regalo tan acertado y útil, tan especifico para nosotros y para lo que estábamos haciendo.

Esa noche cenamos perros calientes (panchos) en la casa de Soledad y Álvaro, también estaban sus hermanas, muy amorosas y divertidas, que nos malcriaron con unas galletitas buenísimas para el camino. Fue otra linda velada junto a ellos, escuchando sus historias y compartiendo anécdotas, como si nos conociéramos de toda la vida, así me sentí. Al otro día nosotros seguiríamos viaje, conocerlos fue una casualidad gigante y hermosa, de nuevo tenía que despedirme de gente linda que una quisiera tener cerca.

 

Cuando vuelvo a la ruta después de haber tenido algún encuentro tan emotivo con algunas personas me siento como huérfana y desamparada, esa mañana me sentí así. ¡Ay las despedidas! Es que siento que voy dejando pedacitos de familias y amigos por todo el camino y eso es muy loco.

En fin… seguimos viaje, en el camino nos fuimos a conocer una islita que forma parte del Parque Nacional Mochima, Isla Plata, la isla es pequeña y muy bonita, el agua es clara, súper transparente. Llegar a ella no fue para nada costoso, y menos mal que fuimos porque fue la única isla del parque nacional que pudimos pisar. Las demás estaban imposible de pagar, nuestro presupuesto hace que a veces haya que elegir y como estábamos planeando ir a Isla Margarita, preferimos no gastarnos fortuna en Mochima y aprovechar el dinero en Margarita. Creo que hicimos muy bien tomando esa decisión, nuestro paso por la Isla Margarita se los contaré en otro posteo, pues este ya se extendió muchísimo…

Gracias por leer!























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