Eso es oro?


 

Desayunamos las últimas provisiones que nos quedaban, arroz blanco y un huevo duro para cada uno. Ya no teníamos galletitas, pan o frutas. Continuamos con la bajada, algo ansiosos por llegar a algún pueblo para poder conseguir, al menos, fruta.

En cuanto comenzamos a ver las primeras casas el asfalto desapareció, la ruta se llenó de pozos gigantes, piedras y barro. Estábamos en el famoso kilómetro 88. A ver, honestamente lo que veía era horrible, todo estaba sucio, dañado, motos de aquí para allá, ruido, personas por todos lados, muchos gritos… y todos, absolutamente todos nos miraban cuando pasábamos. Algunas personas nos saludaban, a los silbidos o a los gritos. Aún no eran las 8am y eso era un caos.

Dimos con un supermercado, yo estaba algo miedosa, así que le dije a Marqui que entre uno de nosotros y que el otro se quede cuidando las bicis. Le tocó a él entrar a hacer las compras, todavía teníamos reales de Brasil, no habíamos visto bolívares (moneda venezolana) aún, aunque nos habían comentado que se usaba el dólar mayoritariamente.

Ni uno ni el otro, cuando Marc salió del supermercado tenía una cara de desorbitado que me llamó la atención, le pregunté qué tal y me dijo “está todo en gramos". Pensé que no era tan grave, me imaginé que quizás la pasta, las galletitas o el arroz se vendía a granel, tampoco era tan extraño. Se lo comenté y me respondió “Está todo en gramos de oro".

El asombro nos duró varios días, estábamos en una zona minera y todo, absolutamente todo estaba cotizado en oro. Que si una grama, un punto, había una jerga específica al respecto y nosotros no nos aclarábamos muy bien porque no podíamos descifrar los equivalentes en dólar.

La ruta era muy bonita paisajísticamente hablando, estábamos en una zona bastante selvática y era súper verde y preciosa. El estado de la carretera era deplorable, existían unos pozos que eran ya zanjas casi imposibles de atravesar para los pesados camiones que pasaban por allí. Por momentos el asfalto desaparecía y todo se volvía barro y arcilla. Mientras tanto, infinidad de motos iban y venían, cargando personas y paquetes con alimentos. La gente era simpática, nos saludaban y daban la bienvenida a Venezuela.

El dilema de dónde dormir lo solucionamos adentrándonos un poco en las comunidades indígenas.

Ese primer día vimos, desde la ruta, una estructura abierta con un buen techo, que daba linda sombra y estaba bastante retirada de la ruta. Nos desviamos y entramos a la comunidad. Pedimos permiso para descansar allí un rato y el grupo de mujeres al que le preguntamos nos dijo que si, sin problemas. Al ratito se acercó una señora a invitarnos a la mesa que compartía, unos metros más allá, con su familia.

Eran varios los integrantes de la familia reunidos en aquella mesa, nos convidaron con su comida típica, era la misma que Norka nos había convidado en La Gran Sabana, sopa (tame) y casabe. El casabe estaba buenísimo, de hecho, pudimos ver como lo estaban secando al fuego para su mejor conservación. La sopa estaba muy buena también, picantona y sabrosa. También nos dieron un montón de carne de venado que alguien había cazado en esos días. Así, comiendo y charlando nos contaron un poco de cómo viven entre familiares, de su escasez de agua a causa de las grandes mineras y de la elaboración del casabe. Poca información pudimos recopilar porque eran ellos quienes hacían la mayoría de las preguntas. La primera y más importante fue si conocíamos a Messi, a Neymar o Mbappé. Como verán en esa mesa se charlaron cosas serias, muy serias. Entre una cosa y la otra el día fue pasando y nos acomodamos en ese sector de uso comunitario que habíamos visto al entrar a la comunidad. Pedimos permiso para acampar allí mismo y no hubo ningún problema.

Al final de la tarde aparecieron dos muchachos, uno muy despierto e inteligente que nos hizo miles de preguntas sobre nuestros países y el otro que llevaba kilos de polvo encima se limitaba a reírse y poco más. La conversación nos llevó a hablar de las minas de oro de la zona, entonces el muchachito que sólo reía comenzó a participar de la tertulia. Él acababa de subir a la tierra, nos dijo. Con razón tanta mugre, pensé. Era muy joven y su trabajo era ese, bajar metros y metros bajo tierra a buscar oro. Nos mostró el oro y un video bastante escalofriante. Los pozos son profundos y estrechos, bajan a penas con un arnés, nada de casco ni indumentaria adecuada, bajan así, con lo puesto. Se pasan días enteros buscando oro en las piedras sin salir a la superficie. El tema es que sacan, sacan mucho oro y por eso todos quieren bajar al fondo de la tierra y lo hacen sin medir riesgos ni consecuencias.

Aquella noche se fue la luz, sin embargo, todos nos reunimos alrededor de la mesa a compartir comida y más charlas. Ese fin de semana había un evento en la iglesia de la comunidad y me pidieron ayuda para cortar unas letras en papel, la religión evangélica está muy presente en aquel sector. La señora más viejita de la familia se entusiasmó muchísimo con una linternita que teníamos, y digo teníamos en pasado porque se la terminé regalando, le gustó tanto que no me veía pidiéndosela de vuelta, además seguro que la iba a necesitar bastante porque la luz solía irse seguido.

Al otro día antes de que amanezca ya estábamos pedaleando, intentando ganarle unas horitas al calor, antes de irnos el abuelo de toda la familia, quién según entendí era cacique, nos regaló mucho casabe fresco y nos deseó buena suerte.

 

Pedaleamos tranquilos varios kilómetros, el paisaje seguía siendo selvático y la ruta estaba bastante estropeada. Cuando pasamos cerca de la ciudad El Dorado nos vimos avasallados por tanto movimiento, el tránsito estaba como loco, motos, camiones, bicicletas, vendedores, personas en la ruta… todo era caótico y nosotros íbamos con un poco de miedo y recelo, no queríamos detenernos ni a tomar agua.

Llevábamos muchos días en ruta, desde que comenzamos a pedalear La Gran Sabana no habíamos parado a descansar ni un día, y eso se nos estaba notando. El caos de El Dorado nos pegó en la cara, sumado al calor, el mal estado de la ruta y nuestras inseguridades nos detuvimos rendidos a la sombra de un restaurante.

El restaurante era humilde y estaba vacío, nos sentamos en un banquito afuera a tomar aire y agua, que para ese entonces ya era casi un té. Salió a nuestro encuentro la dueña del lugar, brasilera que llevaba más de 30 años viviendo allí. Charlamos un poco, nos convidó agua fría y una bebida energizante de guaraná que nos bebimos en un segundo. Ella nos decía que lo que estábamos haciendo era muy peligroso, que esa zona era complicada y que más para adelante se ponía peor. A decir verdad, no era la primera persona que nos alarmaba diciéndonos ese tipo de cosas, pero esa vez sus comentarios nos calaron hondo. La señora se ausentó un poco y volvió con un plato gigante de comida, pollo guisado, arroz, pasta… tenía de todo ese plato. Aprovechó el momento para decirnos que allí se detenían muchas gandolas (camiones) y que ella misma se encargaría de que nos den la cola (nos lleven, a hacer dedo le dicen pedir la cola) hasta la costa. Eran demasiados kilómetros los que nos quería adelantar. Nos dejó pensarlo, solos y tranquilos. Lo charlamos como por una hora y media, ahí sentaditos los dos, tratando de tomar una decisión. Finalmente decidimos que sí, que aceptaríamos la ayuda de la señora para subirnos a un camión y salir de esa zona que decían que era tan peligrosa.

Cuando entramos al restaurante a comunicarle nuestras conclusiones había un comensal dentro, le dijimos que no íbamos a pedalear más y que ella tenía razón. Se quedó de piedra y dijo “quizás exageré un poco". Yo no entendía nada, estaba agotada física y mentalmente. El comensal interrumpió la conversación y nos hizo saber que a nosotros nadie nos iba a tocar ni un pelo, que sigamos tranquilos, que está todo muy seguro y que a los turistas se los cuida mucho. La señora se sintió culpable por lo que nos había dicho y empezó a alentarnos a seguir pedaleando, insistió en que no le hagamos caso y que continuemos con nuestro viaje. Nosotros estábamos mareados ya, habíamos demorado más de una hora en decidir dejar todo y subirnos a un camión y ahora nos tirábamos para atrás. Nos estaba venciendo el cansancio y lo sabíamos, porque en realidad desde que entramos a Venezuela, sólo nos pasaron cosas lindas y no había ni un motivo real que nos llevara a decidir no pedalear más.

En fin, nos subimos a la bici y avanzamos varios kilómetros más. A veces es curioso cómo se dan los acontecimientos porque esa noche fuimos a parar por casualidad a una finca de una familia muy amorosa, que nos consintieron con todo, nos cuidaron y nos dieron mucha confianza.

Las mejores cosas siempre pasan por casualidad, esa tarde estábamos buscando algún lugar donde acampar, era una zona bastante despoblada y sólo se veían fincas y casitas de campo. El sol nos estaba achicharrando el cerebro y estábamos bastante ansiosos por encontrar sombra. De repente pasamos por una finca que se veía como el mismísimo paraíso, en el frente tenía una hilera de pumalacas, arboles gigantes que dan un fruto muy rico que en Tailandia conocimos como apple rose. Además de los árboles que daban muchísima sombra, se veía que el terreno tenía varias plantaciones y que estaba muy cuidado y prolijo. De tanto mirar nos detuvimos y vimos a un señor cerca de la entrada, nos acercamos y automáticamente nos abrió la puerta del cerco y nos invitó a pasar. Nos presentamos y le preguntamos si podríamos pasar la noche en el jardín de su finca, el señor ni lo dudó, dijo que claro que sí, que nos acomodemos y que descansemos en la sombra. 

A los pocos minutos de habernos sentado a relajar en nuestras sillitas de camping apareció un pastor en la casa, acompañado de varias personas más. Eso entretuvo mucho a los dueños del sitio y nosotros nos quedamos quietos, sin molestar, bajo la sombra de un árbol. Cayó la tarde, armamos nuestra carpita y organizamos nuestras cosas. Ni bien se fueron las visitas, Arcángel, así se llama el señor que nos recibió, se acercó a nosotros y nos preguntó si queríamos bañarnos, que lo disculpáramos por descuidarnos y que ya estaba a la orden para nosotros. Obviamente le dijimos que no se preocupara tanto y que aceptábamos ese baño. Nos llevó hasta donde tenía el pozo de agua, hecho por él mismo, y con el cual acarreaba agua desde el fondo a pura fuerza humana. Juntamos mucha agua mientras charlábamos y luego nos dejó solos, a la luz de la luna para que nos tiremos la cantidad de agua que quisiéramos en el cuerpo. ¡Qué placer! No demoramos en ponernos en culo y disfrutar de ese baño fresco y revitalizante.

Cuando terminamos pudimos conocer a Ada, la esposa de Arcángel y a su nietita, que no tardó ni un minuto en ser nuestra mejor amiga. La señora Ada fue de lo más simpática con nosotros, charlaba hasta por los codos y se preocupó mucho por nuestra comodidad. Nos contaron que hacia un tiempo también había parado en su casa una familia que viajaba en combi, que fue así como nosotros, de repente frenaron y pidieron permiso para dormir en su terreno. Son curiosas las coincidencias, pero conociéndolos y poniéndome mística, creo que su finca desprende algún tipo de campo magnético que te hace sentir la buena vibra de esos dos señores tan amorosos y por eso aquella familia también se detuvo allí. Como nosotros.

Mientras charlábamos, Ada le metía leña al fogón donde iba a fritar nuestras primeras arepas venezolanas, las hizo ahí mismo, rodeada de gallinas y pollitos que no paraban de pedir comida, luego corto mortadela y fritó las rodajas en el aceite donde sumergió las arepas también. El menú de aquella noche era una bomba de relojería, comimos las arepas con muchísimo gusto y yo sé de algunos que comieron más de lo que el cuerpo podría aguantar. Del otro lado del fogón había una olla gigante, que tranquilamente podría alimentar a un batallón militar, resulta que Ada estaba cocinando un mondongo allí mismo, porque al otro día sus hijos vendrían a comer y ella iba a preparar una sopa de mondongo. Mientras nos contaba de su plan de domingo nos dijo que claro que nosotros también iríamos a comer sopa de mondongo porque los domingos no se pedalea y que deberíamos quedarnos con ellos a pasar el día. No nos dejó mucho lugar para negarnos, eso es algo que aprendimos con el tiempo en Venezuela, a los venezolanos no les digas que no, nunca, porque no les gusta que les rechaces algo. 

En un momento dado de la noche, Arcángel dijo “se viene el agua”. Nosotros teníamos nuestras bicis y carpa debajo de los árboles, el cielo estaba limpio y no había señales de una inminente lluvia, pero él sabía de lo que estaba hablando porque de súbito se levantó un viento fuertísimo y empezó a escucharse la lluvia llegar. Nos reímos más de lo que nos mojamos, porque cayó una cantidad de agua infinita, empezamos a correr para meter las bicicletas en la galería de la casa, levantamos la carpa en volandas para protegerla también, los cinco íbamos a veníamos protegiendo nuestras cosas del agua, además todo estaba oscuro fuera y el barro transformaba el correr en un deporte de riesgo total. Una vez todo a salvo de la tormenta, Ada y su nieta se salieron del techo y se dieron un buen baño de agua de lluvia, sus carcajadas nos contagiaron y mientras ellas se pasaban el shampoo y el jabón nosotros comentábamos la cantidad de agua que no paraba de caer. Recuerdo esa escena con mucho cariño, la abuela y la nieta bañándose fuera, chapoteando en el barro y riéndose a carcajadas, simplemente fue una imagen preciosa que me conmovió mucho.

Pasada la euforia, nos fuimos todos a dormir. Al otro día nos esperaba una sopa de mondongo hecha a la leña.

Aquel fue nuestro primer domingo con una familia venezolana y siempre voy a agradecer la energía que nos aportaron, porque después de ese domingo todo cambió. Nos relajamos mucho más, le dimos la oportunidad a la gente de conocernos y nosotros nos entregamos a su solidaridad y hospitalidad. Ese fin de semana fue un quiebre, al menos en mi hubo un antes y un después, porque cuando nos despedimos de Arcángel y Ada con sendos abrazos y muchas lágrimas en sus ojos, me di cuenta de que todos mis miedos era infundados y que de ahí en adelante realmente iba a comenzar mi viaje por la bella Venezuela y su gente.

 

Los días siguientes fueron de pedalear todo el día, subiendo y bajando por las colinas que la ruta presentaba, dormimos en algunos controles policiales, en una escuela y más controles policiales, alcabalas les dicen. Recibimos muchos regalos en el camino, frutas, pescado frito, arroz, café, casabe, conexión a internet gratis y mucha agua fresca, tanto para beber como para bañarnos cada día. La verdad es que el trayecto desde el kilómetro 88 hasta Puerto Ordaz fue muy sencillo de concretar, la gente nos detenía a charlar cada día, los policías se mostraron muy amables y generosos, no hubo día en el que no nos tendieran una mano, así como tampoco recibimos ningún tipo de negativa a la hora de preguntar si podíamos armar la carpa en tal lugar. Todo fue como la seda, diría yo.

Finalmente llegamos a Puerto Ordaz, estábamos a punto de conocer el famoso Rio Orinoco. Allí teníamos el contacto de un señor, que no conocíamos y que él tampoco nos conocía, obviamente. Sin embargo, como un amigo de él le habló de nosotros, aceptó recibirnos en su casa sin problema. Nuestro nexo en común fue aquel couchsurfing de Santa Elena de Uairén, siempre le voy a agradecer el habernos puesto en contacto con Ricardo, porque los días que disfrutamos con su compañía en Puerto Ordaz, junto con sus compañeros del coro fueron inolvidables, nos malcriaron por todos lados, comimos muchas cosas ricas, escuchamos canciones hermosas representadas por ellos mismos, prendimos muchísimo de ellos y su cotidianeidad, además nos dieron muchos regalitos para nuestro viaje, y quien me conoce sabe que a mi los regalitos me encantan.

 

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