La Gran Sabana, Venezuela.

Nerviosa, así estaba cuando llegamos a la oficina de inmigración brasilera para sellar nuestra salida de Brasil. La oficina es pequeña, había mucha gente, la mayoría eran venezolanos, los formularios a completar ya tienen impreso, donde dice país de procedencia o nacionalidad, Venezuela. El oficial de inmigración me habló bastante mal y yo no estaba haciendo nada malo así que lo ignoré, porque él insistía en que debía llenar ese formulario que decía que yo era de Venezuela y yo le remarcaba que simplemente quería salir de Brasil y que no necesitaba ningún formulario y que además era Argentina. Él no me escuchaba y yo a él tampoco, mientras tanto Marc rellenaba su formulario. Por suerte dentro de la oficina había una mujer, que era quién realmente hacía los trámites y con ella todo fue sencillo, sólo le mostré mi DNI y listo.

¡Chau, Brasil!

Pedaleamos los metros que separan la oficina brasilera con la venezolana y nos presentamos en las ventanillas dónde están los oficiales de inmigración. Había nervios en el aire, cuando estamos nerviosos ninguno habla, sólo silencio y miradas. Así estábamos hasta que se nos acercó un señor, vestido con ropa deportiva brillante, un brazo vendado y anteojos de sol. Comenzó a hablarnos con mucha confianza, en voz alta casi gritando, nos preguntó de dónde éramos, de dónde veníamos y esas cosas. Nosotros ya teníamos los pasaportes en la mano porque estábamos justo enfrente de la ventanilla listos para hacer el trámite de ingreso al país, pero ese hombre prácticamente nos interceptó y acaparó toda nuestra atención y movimientos. Yo estaba atenta y a la defensiva, porque cuando uno cruza fronteras hay que estar atento, jamás me pasó nada, pero siempre se escucha de gente que es engañada o de la existencia de personas que te ofrecen hacerte el trámite por alguna comisión y cosas así. Mientras mi cerebro estaba tirando señales de alarma para no distraerme en esa conversación con aquel hombre y enfocarme en el trámite que debía hacer, escucho: “a ver sus pasaportes”. Era ese señor que nada tenía que ver con el lugar dónde estábamos quién nos estaba pidiendo los pasaportes con su mano no vendada extendida, esperando que posáramos nuestro bien más preciado en sus garras. Marc reaccionó, porque si yo estaba atenta, él lo estaba aún más, y le dijo “No se lo voy a dar, y usted ¿quién es?”. El señor se deshizo en carcajadas y a los gritos, tal cual como venía hablando hasta ese momento, nombró al oficial que estaba del otro lado de la ventanilla y le dijo algo como “fulanito, deciles que soy tu jefe”. Nosotros sin saber todavía si creerle, nos quedamos mirando al fulanito de la ventanilla que dijo que si, que era el jefe y el señor justificó su atuendo tan informal diciendo que en realidad era su día libre pero como no tenía nada para hacer se paseaba por ahí. Respiramos, relajamos, les dimos nuestros pasaportes al muchacho de la ventanilla mientras el jefe seguía con su perorata y listo. Sello, sello y ¡Bienvenidos a Venezuela!

Al fin habíamos llegado y el ingreso al país fue muy sencillo y rápido, ya estábamos en Venezuela. El paisaje cambió abruptamente, todo se volvió marrón y gris, la ruta comenzó a subir y bajar en grandes colinas, el tránsito se intensificó y el viento comenzó a soplar en contra. Aún no habíamos almorzado y teníamos hambre, pero también teníamos reparos en detenernos en cualquier lugar a la vera de la ruta a descansar y comer nuestra avena con frutas. Pedaleamos y pedaleamos sin ver muchas opciones, de a poco fuimos tomando confianza y decidimos que podíamos parar en una construcción muy bonita a medio terminar. En ese trayecto varios conductores nos tocaron bocina y nos saludaron, también nos gritaron varias veces “¡bienvenidos a Venezuela!” Las sensaciones eran varias, estábamos expectantes, pero hambrientos también y bueno, con hambre no se puede pensar, así que una vez comidos todo se volvió más ameno.

La primera ciudad venezolana que pisamos fue Santa Elena de Uairén, allí teníamos el contacto de un señor que, mediante couchsurfing nos recibiría en su casa. De camino a nuestro destino nos detuvo una moto, nosotros estábamos algo reticentes porque como ya dije, veníamos algo miedosos, sin embargo, nos vimos obligados a detenernos y hablar con la pareja que nos quería conocer. Fueron tan amables y simpáticos que nos quedamos de piedra, nos invitaron a su casa y todo, nosotros ya teníamos dónde dormir aquella noche, pero de todas maneras nos quedamos con su contacto como para tener un plan b, que nunca viene mal.

Llegamos al predio dónde nos íbamos a alojar, era muy bonito y aislado, mucha naturaleza. Nos recibió el dueño de la casa, nos mostró el cuarto donde nos quedaríamos, charlamos un poco y se fue. Aprovechamos a ducharnos, cambiarnos la ropa y nos sentimos mejor. Al final veníamos de varios días en ruta, durmiendo en la carpa, duchándonos dónde podíamos a los baldazos y bastante ansiosos por lo que nos esperaba. Sin dudas, un descanso nos vendría genial.


Estábamos en Venezuela al fin, salimos a pasear en bicicleta por la ciudad y comimos en una fonda que estaba llena de gente, un delicioso pollo con arroz. Es curioso cómo ese menú es el comodín de todos los países. Hasta ahora, a donde sea que he ido, el pollo con arroz nunca falta. 

 

Pasamos tres días en Santa Elena, descansando y preparándonos para el viaje por la Gran Sabana, investigando cosas por internet y mirando muchas fotos de los bellísimos paisajes que nos esperaban.

Con respecto al couchsurfing, así como primera experiencia fue bien, pero rara. Me explico, digo bien porque teníamos un lugar para dormir, teníamos intimidad y estábamos cómodos con eso. Rara porque el anfitrión (así se cataloga a la persona que recibe viajeros en su casa) estaba involucrado en medicinas ancestrales y el primer día que llegamos nos habló mucho de la Ayahuasca, del cacique y las ceremonias que ellos hacían. Claro, yo no nací ayer y entendí perfectamente lo que pretendía, porque esas ceremonias ofertadas así tienen su precio y suele ser en dólares. De todas maneras, con toda la carga emocional que nosotros arrastrábamos por estar en un nuevo país que, en principio era peligroso de más, no estábamos en condiciones de andar haciendo viajes ancestrales y conectarnos con nuestros fantasmas internos. Rechazamos la oferta porque la verdad, es que no estábamos interesados. Entonces la persona dijo, bueno igual tengo otra cosa que si podría compartirles y tendríamos un momento juntos de conexión y bla bla… “un cafecito o una birra” pensé yo, a falta de mates, no se me ocurrió otra cosa mejor para compartir un momento, charlar, conocernos y aprender del otro. Pero no, el hombre salió con algo completamente diferente, nos ofreció Rape. ¡A que no saben qué es! Bueno yo lo Google cuando lo mencionó, y las primeras imágenes que me ofreció el celular fueron las de una persona soplando polvo en la nariz de otra persona con un artefacto en forma de V. O sea, por un vértice de la V uno sopla el polvo que le entra por la nariz al otro por el otro vértice de la V. Hubiera preferido un café. Tuvimos que denegar esa oferta también. Somos re mala onda ¿no?

No tengo nada en contra de las medicinas ancestrales, me parecen algo muy interesante y creo que hay que respetarlas y tomarlas en serio. Viajando por Perú vi muchas ofertas de rituales de Ayahuasca, incluso el Rape también me lo habían mostrado, pero creo que es algo que no se puede comercializar, así como si fuera un tour o una excursión. En Perú recuerdo haber visto en las carteleras de los hostels fechas de las próximas ceremonias de Ayahuasca y había que cancelar el precio antes de ir y duraban como mucho dos días. También me acuerdo en el noroeste de Brasil, cerca de Bolivia y Perú, haber conocido una finca dónde hacían ceremonias de medicina ancestral, pero uno tenía que ir a instalarse como un mes, prepararse física y mentalmente para recibirla y poder gestionarla adecuadamente, si los guias espirituales no te veían apto no te permitían tomarla, además la ceremonia no tenia una tarifa, era todo a través del intercambio. Ahora que lo escribo y lo leo suena un poco sectario pero bueno, depende cómo lo mires. En ese entonces yo iba sola con mi bicicleta rumbo a Perú a reencontrarme con Marqui, no me llamó la atención quedarme un tiempo a vivir esa experiencia, pero visto lo visto después en Perú y esa oferta en Venezuela, creo que fue una oportunidad bastante más realista y honesta. En fin, quería contarles un poco de esto de las medicinas ancestrales que es algo que cuando uno viaja por Sudamérica se escucha mucho, se ve mucho y mi consejo es respetar, siempre respetar. Algún día haré algún viajecito introspectivo de esos, pero por lo pronto pedalear 10 horas al aire libre me sirve de terapia bastante bien.

¡A pedalear!

 

 
 
 

Como siempre, describir paisajes tan maravillosos es imposible, no hay palabras para poder explicar la inmensidad que sentimos pedaleando por la Gran Sabana. La sensación de estar solos en el mundo, rodeados de tanta magnitud, los Tepuyes nos acompañaron a nuestra derecha todo el viaje, iban cambiando de colores según el sol y las nubes. Creo que ni las fotos le hacen justicia a todo lo lindo que vimos. 

Hicimos una paradita muy buena en la famosa Quebrada de Jaspe, yo había visto fotos por internet y quería conocerla para corroborar que el color rojo intenso de las piedras era real. Lo era, además llegamos a un horario ideal porque era mediodía y el sol se colaba directo entre los árboles y les daba una luz muy buena a las piedras y al agua. Espectacular. 

 

De regreso a las bicicletas, caminando por las pasarelas de piedras sentí una pinchada tremenda en un pie, iba de chanclas, miré para abajo y una hormiga del tamaño de una cucaracha salió de mi calzado, huyendo la desgraciada después de haberme inyectado un veneno tal que me doblé de dolor. De repente no podía ni pisar, se me hinchó toda la planta del pie y se veían claramente dos perforaciones al rojo vivo. ¡Qué dolor! Caminé como pude hasta donde estaban las bicis, allí comimos nuestra viandita y continuamos pedaleando… ¡Cómo me dolía el pie!

La primera noche, luego de ochenta y tantos kilómetros de sube y baja, dormimos en la Quebrada Pacheco, es bastante famosa, pero no había ni un turista. Llegamos al final de la tarde, en la entrada estaba una familia nativa que suele pedir una colaboración para ingresar a la zona del rio, al menos eso decía el cartel que habían colocado en el ingreso. Eso ya me hizo un poco de ruido, pero bueno, la región parece ser de ellos y hay que respetar. De todas maneras, el hombre que estaba allí nos dijo que pasemos sin más, que podríamos dormir ahí tranquilos. Entramos, nos dimos un chapuzón refrescante en el rio, nos abrigamos porque se estaba poniendo fresquito y la culpa comenzó a germinar mi cabeza. Viajar a veces te expone a situaciones en las que yo no sé qué es lo correcto, lo moral, lo adecuado. Viajar te expone a sentirte de muchas maneras, y cuando te enfrentas a situaciones de desigualdad, es normal sentirte mal y culpable.

Fuimos a hablar con aquel hombre que nos dejó pasar sin cobrarnos, padre de cuatro o cinco niñxs, muy joven y con una dificultad para caminar. Le pagamos lo que decía el cartel que valía el ingreso, sus rasgos automáticamente se relajaron, comenzó a contarnos de su vida, de que esperaban que llegara la Semana Santa porque ahí venían muchos turistas y ellos también venden artesanías, nos convidó un café y charlamos un poco más.

Volvimos a dónde íbamos a acampar con la cabeza a mil, reflexiones y reflexiones, culpas e indignaciones. A la hora de armar la carpa decidimos montarla dentro de una construcción típica de la zona, porque había bastante viento en la zona y la verdad es que estaba fresquito, allí dormiríamos genial y así fue. Como siempre que acampamos en la naturaleza, nos deleitamos con un cielo espectacular, de esos que no dan ganas de dejar de mirar.

Al otro día la mañana estaba fresca y agradable, nos costó mucho madrugar, nadie quería salir de la carpa. Todavía me seguía doliendo mucho el pie, pero no le di importancia, la picadura se estaba endureciendo y se tornaba de un color tan rojizo como las piedras de la quebrada.

Una vez en la ruta nos detuvimos a conocer el Salto Kama, el lugar parece haber sido muy bonito en su momento, se nota que hubo una buena inversión a la hora de acondicionar el lugar para el turismo, pero, lamentablemente, todo está abandonado. Digo lamentablemente para las personas que, quizás, dependían del turismo como ingreso, pero la verdad, es que para mí es mejor así porque en realidad no había nadie, y la cascada era tan imponente que era mejor disfrutarla sin interrupciones, música o alboroto de las personas. Ni hablar que el acceso era gratuito y eso también hay que tenerlo en cuenta. 

 

Unos kilómetros más adelante nos detuvimos en una comunidad indígena donde habíamos hecho contacto con una señora que se llama Norka. Esa parada fue muy agradable porque la conocimos a ella, nativa de la zona, también nos presentó su familia y se preocupó mucho por nuestra falta de conocimiento en el arte culinario de los indígenas de la zona. Ni bien llegamos nos convidaron limonada fresca y la bebimos a la sombra de un árbol mientras ella nos contaba experiencias de su vida y nosotros aprovechábamos a hacerle varias preguntas sobre la comunidad, su religión, y las actividades económicas que desarrollaban. Fue muy interesante, porque la señora se mostraba muy simpática y hablaba sin reparos. Tuvimos el honor de ser convidados a comer el típico plato de su comunidad, una sopa de pollo llamada Tamé acompañada con Casabe. También, para quién lo deseara había dos opciones de picante para agregarle a la sopa, uno muy picante de chilis de la zona y otro extra picante hecho con chili y termitas. Yo no quise forzar a mi organismo metiéndole picante, pero Marqui se animó a más. 

Les cuento un poco del Casabe, porque para mi fue un gran descubrimiento que comimos en reiteradas ocasiones. Está hecho de yuca o mandioca, como prefieran llamarla y se conserva por muchísimo tiempo. Para nosotros fue genial conocerlo y que nos gustara tanto porque alimenta bastante y no se echa a perder, o sea, era ideal para cargarlo en la bicicleta y así lo hicimos. Se convirtió en nuestro snack predilecto y en el agregado de las sopitas nocturnas.

Nos despedimos de Norka, super agradecidos por el tiempo compartido y por tanta información que nos brindó y seguimos pedaleando un poco más. 

Para ese entonces ya estábamos muchísimo mas relajados con los miedos impuestos que teníamos al entrar a Venezuela, nos habíamos sentido muy bien, cómodos, habíamos conocido gente y todos se habían mostrado muy amables y simpáticos con nosotros. Estábamos entrando en confianza y por eso mismo esa noche elegimos un lugar bien desolado para acampar. Nos desviamos de la ruta en busca de un salto, encontramos una orilla de un rio muy bonito, un lugar plano para armar la carpa y listo, allí nos quedamos. Solos. Extrañaba tanto la soledad para dormir, porque los últimos meses pasados en Brasil era difícil dormir en la naturaleza y estar realmente solo. Eso es algo que Argentina tiene de fantástico, su naturaleza, el poder acampar en cualquier lugar, la seguridad y la libertad a la hora de hacerlo. Mientras preparábamos el campamento allí, en el medio de la Gran Sabana venezolana pensaba en mi país y en sus inhóspitos paisajes y regiones. Sin dudas, es lo más lindo que tenemos. 


 

La Gran Sabana es un macizo elevado, como a 1.500 metros sobre el nivel del mar, y ese día nos tocaba bajarlo. O eso creíamos. La pedaleada de aquel día fue dura, los tepuyes se dejaron de ver y la ruta subía más de lo que bajaba. El sol estaba pleno y fuerte, había poca sombra y nuestros víveres escaseaban porque conseguir provisiones en aquella región era bastante imposible.  Nos comimos las últimas bananas, las últimas galletitas de chocolate y no había manera de llegar a donde empezaba la bajada. La bajada es algo de lo que muchos hablan porque la verdad es que son 40km de pura bajada, en la que pasas de esos 1.500 msnm a unos 200 msnm. ¡Menos mal que había que bajarla y no subirla!

Bastante cansados llegamos al punto más alto de la Gran Sabana, a partir de ahí si que comenzaba la bajada. Había muchos camiones, todos descansando y chequeando los frenos para el gran descenso. Nosotros descansamos un poquito y nos pusimos de acuerdo para comenzar a bajar. Yo soy la que más se estresa en este tipo de situaciones extremas, simplemente porque pienso todo el tiempo en que se me van a saltar los frenos chinos de mi bicicleta y que me voy a reventar los dientes con el primer árbol que se me cruce. ¡Con lo que me gustan mis dientes!

Comenzamos a bajar, poco a poco, los frenos chirriando a más no poder, sacando vapor de la temperatura que iban tomando. Aparecieron los camiones que iban bajando también, iban súper cargados así que no iban más rápido que nosotros. Nos entorpecían la visión y la bajada, Marc estaba desesperado por pasarlos a todos juntos, es que a él en realidad le gustan mucho las motos y creo que se sentía un poco Marc Márquez ahí dándolo todo. Yo, prudente como siempre no me animaba a pasar a los camiones, todo era velocidad y Marqui me preguntaba “¿lista? ¿Vamos?” y yo toda miedosa no sabía qué hacer, me dolían los antebrazos de sostener la presión en los frenos, los camioneros comenzaron a hacernos señas para que los pasemos y el Marqui se mandó. Tomé aire y me fui tras él. ¡Qué adrenalina! No sabia si reírme, disfrutarlo, llorar o pedir un helicóptero que me sacara de ahí. Mientras todo eso pasaba por mi cerebro la bici seguía bajando a pleno, sin parar, a una velocidad constante, curva por aquí curva por allá y más camiones. Esquivamos uno, otro, los pasábamos a todos y yo empecé a sentirme también un poco en una carrera de velocidad. Espanté a todos los animalitos de la selva con el chirriar de mis frenos, pero aguantaron bien y no hubo accidentes. Habíamos bajado como 30 km sin parar hasta que llegamos un lugar que se llama La Piedra de la Virgen. La curva y la pendiente era extrema para todos los vehículos, muy curioso ese lugar. Nos detuvimos en un barcito que esta estratégicamente ubicado en ese mirador, los trabajadores se nos acercaron rapidísimo a charlarnos, ofrecernos agua y café. Yo temblaba y casi no podía hablar, Marc me miraba algo preocupado porque seguro que yo tenía una cara de desorbitada importante. Un señor que nos trajo café calentito y bien azucarado nos dijo que durmiéramos allí mismo, que era lo más seguro porque era tarde, y que al terminar la bajada no íbamos a encontrar nada lindo para dormir. No entre en detalles para saber a qué se refería, pero le hicimos caso y esa noche armamos la carpa junto a la imagen de la Virgen y protegidos por una piedra gigante. 

 

Recuerdo haber estado bastante taciturna aquella noche porque sabia que lo que habíamos pedaleado hasta ese día no era la Venezuela real, más bien era una región bastante desolada y habitada por comunidades indígenas. Lo que nos esperaba al día siguiente, ni bien termináramos de bajar la sierra, iba a ser un poco más real y representativo del país, no tanta naturaleza y parajes inhóspitos. Eso creía yo y con esas ideas me fui a dormir, me dormí sin saber que lo que veríamos al día siguiente era algo que jamás se me habría cruzado por la cabeza.

 

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