¡Adiós Brasil!

 

 El primero de marzo amanecimos en el mismísimo paraíso…

Con el horario atrofiado, a las cinco de la mañana ya estábamos despiertos, abrimos la ventana y desde la cama se veía el mar, los cocoteros y el sol, cual bola de fuego naciendo del horizonte en el agua. O sea, a mis esas cosas me apasionan, esos momentos para mí son muy importantes, no me pregunten por qué, pero ver nacer el sol desde el mar me colmó de alegría y felicidad. Me siento plena con esos escenarios que la naturaleza nos regala, me pasa lo mismo con la luna. O sea, con Marqui planeamos los fines de tarde o inicio de noche calculando para dónde se va a ir el sol y a qué hora saldrá la luna y luego esperamos para ver el espectáculo. Nos encanta hacer eso, es una de las ventajas de tener tiempo. Así que, esa mañana pudimos ver el amanecer desde una cama con sábanas limpias, los rayos del sol nos daban directo al cuerpo y nosotros nos sentimos los más ricos y poderosos del mundo.

 

Christian y Mercedes nos recibieron como si fuésemos familia desde el minuto cero, poco a poco fuimos afianzando una confianza muy hermosa y la verdad es que nos sentimos muy cómodos con ellos. Entre una cosa y la otra Chris, sin pelos en la lengua, se animó a decirnos que nuestras bicicletas daban lástima, que cuando nos vio llegar se sorprendió del estado deplorable de todo nuestro equipo y… ¡de nuestras caras también! Lo que a mí me tocó el corazón fue que él decidió que nos iba a regalar una reparación y puesta a punto de las bicicletas, porque según él, así no llegaríamos muy lejos. Yo, que venía algo sensible, quería llorar y abrazarlo, porque más allá del dinero que aquella reparación significaría, su gesto para mi implicaba otra cosa, no era solo monetario. Su gesto era de total empatía hacia nosotros, él se estaba involucrando en nuestro viaje, estaba apoyando nuestro sueño y eso me conmovió muchísimo. Porque nos acababa de conocer y ya se estaba comprometiendo con nuestra aventura, nunca voy a olvidar ese gesto de amor que él tuvo con nosotros.

 

 

Los días en el paraíso, lo voy a llamar así, fueron sucediendo entre baños en el mar, caminatas por la playa, cervezas, comida rica, muchas charlas, clases de cómo andar en bicicleta para Mercedes, algunas partidas de ajedrez entre Marc y Chris y varias salidas de la luna llena desde el mar. Fueron días muy placenteros, relajados y de buen descanso.

Todo era armonía hasta que se nos ocurrió comentarle a Chris que teníamos que renovar nuestro visto, es decir, le preguntamos si había alguna oficina de inmigración cerca para poder ir a extender nuestra estadía en Brasil. Para lo cual, él, que es demasiado resolutivo, le mandó un mensaje a un contacto, le envió las fotos de nuestros documentos y esperó la respuesta.

Cuando llegó la respuesta, confirmó nuestros temores, el peor panorama posible. La estadía de Marc no podría ser renovada. Sabíamos que podía pasar porque la ley establece que él, como europeo, sólo puede estar en Brasil 180 días en un año, dicho año comienza a correr desde su primer ingreso al país. A esas alturas ya estábamos a pocas semanas de cumplir el plazo… ¡qué comience el estrés!

Como digo siempre: “no hay mal que por bien no venga” y la verdad, es que vernos obligados a salir de Brasil fue algo positivo, al menos así lo vi yo. Porque es un país que amamos y en el que nos sentimos muy cómodos, y esa comodidad a veces puede volverse repetitiva e incluso aburrida. Digamos que un poco de aventura y desconcierto era todo lo que mi cuerpo me estaba pidiendo. Y la oficina de inmigración me hizo ese favorcito.

Sigo con la historia…

Brasil es gigante así que la mejor forma de salir era en avión, compramos un vuelo de Salvador de Bahia a Boa Vista, estado de Roraima, allá bien al norte, más al norte que el rio Amazonas, para que se hagan una idea. De Boa Vista a la frontera con Venezuela hay, más o menos, 200 kilómetros, así que tendríamos tiempo de salir de Brasil pedaleando y sin excedernos de los días permitidos.

Con el vuelo comprado nos relajamos un poco más y nos dedicamos a disfrutar de nuestros últimos días en Brasil, en lo personal, tenía muchos sentimientos encontrados, sabia que irse era lo que había que hacer, pero me daba cierta nostalgia dejar un país que me gusta tanto, además nos estábamos yendo a Venezuela y los comentarios negativos de sobre dicho país no nos tardaron en llegar. La furia que me da escuchar a personas hablar de un país que jamás pisaron es algo que merece un posteo aparte, o que quizás no merece ni una mención, pero bueno, no es fácil ser impermeable a los comentarios o miedos ajenos.

Los días previos al vuelo transcurrieron muy rápido, disfrutamos mucho de la playa… los baños de mar nocturnos, desnudos a la luz de la luna son algo que no olvidaré jamás. Chris se reía de nuestra inclinación al nudismo y nos esperaba con cervezas, a veces jugaba sendas partidas de ajedrez con Marc, otras charlábamos y debatíamos asuntos que no tenían solución, ya sea en este mundo o en algún otro planeta lejano.

Las bicicletas estaban impecables después de todos los arreglos que les hicieron, hasta daba pena tener que desarmarlas y meterlas en cajas para que puedan subir al avión, pero tuvimos que hacerlo. Chris y Mercedes se ofrecieron para llevarnos hasta Salvador de Bahia en su camioneta, lo cual aceptamos sin dudar porque era una gran ayuda. Nos dejarían en el aeropuerto un día y medio antes del vuelo, pero no nos importaba, igual nos convenia irnos con ellos.

La despedida fue dura, les tome mucho cariño y habiendo compartido tantos días juntos casi se me pianta un lagrimón. Casi, pero no. La desazón que me queda cuando me despido de quienes me han tratado como familia es algo bastante inexplicable. De repente estábamos nuevamente solitos, Marc y yo, huérfanos de nuevo, recién llegados al aeropuerto y con 36hs de espera por delante. 

 

Llegamos a Boa Vista y Janio nos estaba esperando, lo conocimos mediante Couchsurfing y muy amablemente nos pasó a buscar por el aeropuerto, lo cual fue genial porque teníamos nuestras bicicletas en cajas. En cuanto se abrió la puerta corrediza del aeropuerto, la humedad y el calor me pegó en la cara. Estábamos en el hemisferio norte, había pasado la línea del ecuador y eso se notaba en el aire.

Una vez en la casa de Janio, almorzamos, nos duchamos y armamos las bicis. Esa tarde él había organizados salir a pedalear con dos amigas suyas, así que salimos a pedalear. Yo no podía más con mi cuerpo del cansancio que tenía, sentía una necesidad ferviente de tirarme en una cama y dormir, al menos, dos días seguidos. De todas maneras, valió la pena el paseo porque descubrimos una ciudad muy bonita, en el 2017 yo ya había pasado por aquí pero no la recordaba tan hermosa, el calor si lo recordaba, sin dudas. Al otro día nos llevó a conocer un rio muy bonito donde pudimos refrescarnos y después culminamos la tarde en un lugar donde sirven caldo de cana libre, el caldo de cana está hecho de la caña de azúcar prensada. Salimos hasta la coronilla de azúcar, pero muy felices. 

 

Ahora sí, ¡a pedalear que Venezuela nos espera!

Los últimos días pedaleados en Brasil fueron apacibles, dormimos en las comunidades indígenas, conocimos alguna que otra persona, pero ya no nos sentíamos en tierras brasileñas. Todo había cambiado, o quizás nosotros ya estábamos preparados para lo que se nos venia y teníamos la mente en otro lugar.

Debo admitir que, en la ciudad fronteriza, aún del lado brasilero intenté comprar una coxinha, o algún salgado como para despedirme de Brasil. Pero no encontramos nada, la ciudad era un caos y todo el mundo hablaba español, estaba tomada por venezolanos y no encontramos ninguna lanchonete típica brasilera. Con los hombros caídos acepté la derrota y nos dirigimos hacia la frontera, a las oficinas de inmigración, para abandonar de una vez por todas Brasil y adentrarnos en tierras desconocidas por ambos, Venezuela.

¡Qué emoción!

 

 

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