Espírito Santo yo te canto!

 

- ¿Puedo confiar en ustedes? Nos preguntó.

- ¡Sí, claro! Dijimos.

Y nos fuimos tras él rumbo a su casa. Jamás se nos ocurrió preguntar si nosotros podíamos confiar en él. No era necesario.

Cuando nos vio ya estábamos bañaditos y organizados, yo escribía en mi cuaderno y Marc chequeaba la ruta del día siguiente en su celular. Estábamos en un puesto de guardavidas de la playa. Justo antes de que se vayan pudimos preguntarles si podíamos dormir allí y muy amablemente nos dejaron la ducha abierta y el baño también. Comenzó a caer la tarde y la gente iba y venía haciendo ejercicio por la costanera, nos saludaban, algunos tímidamente y otros con más descaro. Se acercó un hombre joven y nos preguntó si podía dejar su bicicleta donde nosotros estábamos, la dejó y se fue a correr. Volvió, nos miró y se presentó. Era guardavidas, hace más de 20 años que trabajaba allí y era el jefe, por así decirlo, de la delegación y responsable de donde íbamos a dormir esa noche. Me saltaron las alarmas, ya me imaginaba teniendo que buscar otro lugarcito para acampar, pero por suerte me equivoqué y sucedió todo lo contrario.

Nuestra primera noche en el estado de Espirito Santo fue así, fantástica. Llegamos a su casa, que estaba prácticamente vacía, nos preparó una habitación, dispuso colchones, sábanas y un ventilador. Sacó carne y chorizos del freezer para descongelarlos, nos mostró la disposición de la cocina y nos dijo que tenía una reunión esa noche, pero que aprovechemos su casa y que nos comamos todo porque necesitábamos tener fuerza para pedalear. Y se fue.

Nuestras caras de sorpresa eran muy graciosas, nos quedamos de piedra y le hicimos caso en todo. Nos cocinamos una rica cena, la disfrutamos y nos fuimos a dormir, aún sorprendidos pero muy agradecidos por la generosidad de ese hombre. La razón por la que nos invitó a su casa fue tan simple y práctica que me dejó sin palabras, tenía una casa con tres cuartos y dos estaban vacíos, tenía lugar para nosotros y por eso nos ofreció un techo para dormir. Así, porque sí. 

A la mañana siguiente nos despedimos de Jhones sabiendo que habíamos conocido a un gran tipo. No nos sacamos ninguna foto porque así somos, medio paspados para pedir fotos, su cara quizás con el tiempo la olvidemos, pero el gesto que tuvo con nosotros no lo olvidaremos nunca.

¡A pedalear!

Subimos y bajamos, bajamos y subimos, la ruta se transformó y el paisaje también, aparecieron acantilados, tierra roja y el mar. Un mar precioso que daban unas ganas de pasarse el día ensopada en sus aguas. 

 

Vinieron una seguidilla de días bastante parecidos entre sí, fueron días rutinarios y robóticos, a veces pasa también que la rutina nos asedia y esos días fueron un fiel ejemplo. Se los resumo:

Suena la alarma a las 5am, remoloneo un rato y me siento. Doblo la sabanita, desinflo y guardo el colchón, me cambio el pijama, meto el Kindle en una bolsita Ziploc. A mi lado Marc está haciendo exactamente lo mismo, en el mismo orden y tiempo (excepto lo de la Ziploc). Hay mañanas en las que competimos por quién termina primero. Salimos al mundo, desencadenamos las bicis y las separamos para que cada uno pueda guardar sus cositas cómodamente. Guardamos todo en las alforjas, una vez que la carpa está vacía me dispongo a calentar agua para el café y preparar el pan con huevo. Mientras, Marqui desarma la carpa, estamos tan sincronizados que nadie espera a nadie y automáticamente nos encontramos desayunando juntos, sentados en nuestras sillitas. Nos cambiamos, guardamos todo lo que ande suelto, nos lavamos los dientes como podamos y vamos a la ruta. Nos acomodamos al costadito del camino, frenamos y ya perfilados nos damos un besito y nos deseamos buen día. Ahora sí, a pedalear. Aproximadamente dos horas después paramos, charlamos y comemos algo. Seguimos pedaleando. Otra parada, un poco antes, agua y algo dulce. Pedaleamos. La parada especial del día, sacamos nuestros platitos y se vienen las frutas y la avena, con agua, así a pelo. Buen descanso, con sillas y todo. Se conversa el objetivo del día, cómo nos sentimos, se negocian los kilómetros, guardamos todo y volvemos a pedalear. Llegamos a algún lugar, buscamos dónde dormir. Si podemos bañarnos, busco la toalla, la muda de ropa, el jabón y el shampoo. Nos bañamos. Descansamos y disfrutamos el estar limpios. Armamos la carpa. Buscamos las cosas para dormir, inflamos los colchones, estiramos la sabanita, cerramos herméticamente la carpa para que no entre ningún inquilino. Descansamos un poco más en nuestras sillitas que son la gloria a esa hora del día, mientras tanto nos ponemos repelente para los mosquitos. Busco las ollitas y el fogón de alcohol. Buscamos un lugar sin viento ni brisa para encenderlo, preparamos los fideos, comemos, lavamos los platitos y descansamos un poco más. Miramos el cielo, charlamos de las estrellas, de la luna, si va a salir o no y a qué hora. Atamos las bicis, aseguramos todo y nos vamos a la carpa, nos ponemos el pijama, nos mostramos las fotos del día, chusmeamos un poco, chequeamos la alarma, a veces comemos postre, leemos hasta caer rendidos. Un besito, buenas noches. Fin.

 

Eso es lo que sería un día rutinario nuestro, en este tramo del que estoy hablando tuvimos una buena secuencia de ellos, hasta que llegamos a Vitória, capital del estado.

La entrada a la ciudad no fue complicada, hasta que intentamos entrar en el puente que conecta la isla con el continente y un señor de seguridad nos dijo que no se podía pasar en bici, que la ciclovía todavía no estaba terminada. Nos indicó dónde teníamos que ir para tomar el bus de bicicletas, o sea un bus exclusivo que cruza el puente todo el día para llevar y traer ciclistas. Hermoso. Fuimos a esperar el colectivo, nos hicimos amigos de un señor que estaba esperando también. Lo único que tengo para reclamar es que el colectivo no tenía rampa, es decir, subir nuestras bicicletas podría haber sido motivo de una hernia lumbar. Por suerte el chofer y nuestro nuevo amigo nos ayudaron bastante. Las vistas desde el puente son preciosas, no me lo esperaba así y me encantó. 

 

Llegar a Vitória significaba bastante para nosotros, Marc tiene un amigo que vive allá y nos ofreció una casa para descansar el tiempo que quisiéramos, como ya comenté anteriormente, estábamos atravesando días difíciles y de muchas dudas, entonces esa parada sería crítica y decisiva.

Durante una semana nos dedicamos a descansar, comer bien, limpiar las bicicletas y el equipamiento de viaje, lavar ropa, leer y descansar más. 

  
 

Fuimos súper mimados por Regina, la mamá de Andre, el amigo de Marc. Ella nos visitaba a diario y nos traía ensalada de frutas con infinidad de frutas diferentes, también nos agasajaba con comida casera hecha por ella, jugos naturales y más frutas. Una mujer muy linda de ojos brillantes, muy charleta y simpática, toda energía, con sus cuidados fuimos recomponiéndonos anímicamente y la decisión fue tomada. 

 

No íbamos a tomar ningún vuelo a ninguna parte, íbamos a seguir pedaleando hasta donde pudiéramos llegar dentro de los días permitidos de nuestro visado de turista. Estaba todo dicho, el descanso y las horas eternas conversadas nos sentó de maravillas.

Pasaron los días y ya nos sentíamos con ganas de volver a la ruta, la última cena con Regina, Andre y su familia fue muy linda y tuvimos el privilegio de probar camarao na moranga, un plato que me pareció sublime. 

 

Otra despedida más y otra familia que voy a recordar siempre, nos fuimos.

La vuelta a la ruta fue linda y amena, pedaleamos tranquilos, no hizo calor y se mantuvo bastante nublado así que la verdad, fue un gozo de día. Además, nos cruzamos con tres ciclistas, una pareja de colombianos y un vasco, charlamos un montón de tiempo con ellos, fue buenísimo cruzarse con otros viajeros y tan simpáticos, la verdad es que me reanimó ese encuentro. Esa tarde llegamos a una playa que llama Coqueiral, había un sólo chiringuito y la señora que lo regentaba nos dijo que, por supuesto que podríamos dormir allí, que eso no hace falta ni preguntarlo. Me dio gracia su respuesta, fue tan amable que nos dejó los baños abiertos y pudimos usar la ducha después de un reconfortante baño de mar. ¿Qué más se puede pedir?

 

 

La rutina de los días de pedal, de la que hablé anteriormente volvió, al final por eso la llamo rutina, porque suele repetirse. Hay algún que otro evento a destacar, como la aparición de la araña más grande que vi en mi vida, mi mano es pequeña en comparación con su tamaño, y la barba de Marc es nada en comparación con sus pelos. No hay fotos, la dejamos tranquila y nos alejamos de ella sin molestarla. También podría mencionar al camionero que nos regaló dos cocos y la habilidad de Marqui para abrirlos, primero con sutileza y luego reventándolos contra el asfalto cual jugador de básquet encestando. Tampoco hay fotos de ese momento, aunque un video habría sido fantástico. 

 

Todo venía muy normal hasta que se nos interrumpió la rutina abruptamente, porque por suerte es una rutina abierta a interrupciones y aparecieron dos personajes tremendos que se encargaron de sacarnos de lo cotidiano.

Estábamos en un pueblito de playa, fuimos hacia la costa para ver si existía algún chiringo donde pasar la noche, lo vimos y a mí me dio sed, - ¿Está para una birra no? No existe vez en el mundo en el que Marqui se haya negado a una birra, ese día no fue la excepción. Nos acomodamos en una mesita y fui a buscar una Brahma bien helada, el primer trago de esa birra fue glorioso, teníamos como 70km encima y el calor era como estar dentro de un horno para cocinar cerámica, la necesitábamos. En lo que demoramos terminando la birra, los dos hombres de la mesa de al lado se nos pusieron a hablar. A uno le llamó tanto la atención el estado de la rueda delantera de Marc que le preguntó cuantos kilómetros la había usado y ahí ya comenzó todo. Se emocionaron tanto con nuestra historia que nos invitaron una cerveza, seguimos charlando y riéndonos bastante, otra birra y más charlas. Nos fuimos a meter al mar con uno de ellos, el agua estaba hermosa, nos refrescamos un rato y volvimos a las mesas. Nos sentamos con ellos y orgullosos de su hogar nos dijeron que teníamos que comer la moqueca de pescado así que la pidieron ahí y la compartiríamos con ellos. La moqueca capixaba, es famosa en el país entero. Moqueca es un cocido de pescado y capixaba se les dice a los oriundos del estado de Espirito Santo por ende el plato que estábamos por probar era el plato regional por excelencia. O sea, estábamos en la Meca de la moqueca, tanto así que existen dichos populares que dicen por ejemplo “moqueca é capixaba, o resto é peixada” (moqueca es la capixaba, el resto es guiso de pescado). Imagínese querido lector o lectora la ilusión que nos hizo el hecho de que nos iban a invitar a comer una moqueca capixaba en la playa, estábamos muy contentos y esa vez sacamos fotos. 

 

 

Comimos muy rico, bebimos un poco más y entre una cosa y la otra fuimos invitados a la casa de Arthur, uno de ellos, para comer un asado y dormir allí. La fiesta que se armó fue curiosa, Arthur se arrancó con el fuego y el asado, mientras Marcons musicalizaba toda la velada, la música que pasaba era tremenda, desde música disco a funky brasilero, también habían idas y venidas de música brasilera, pero cuando descubrió que, nosotros en breve pasaríamos por la capital nacional del forró se entusiasmó bastante y no paró de pasar forró, a lo cual le sumó una clase de cómo bailarlo. Nos reímos mucho, Marqui quizás no tanto porque lo toquetearon bastante en la clase de forró, pero bueno son cosas que pasan. Yo me quedé tranquila, tristemente como mujer estoy más acostumbrada al acoso, a que te intenten tocar ante la mínima oportunidad o que te estrechen de más para bailar (el forró se baila en pareja), así que le dije que no se aflija y que sea bienvenido al mundo de las mujeres. 

 

Al otro día nos fuimos bien temprano, nos despedimos de nuestros nuevos amigos y encaramos la ruta. Volvimos a la rutina. 

 

La bicicleta de Marqui empezó a fallar de nuevo, era el eje trasero otra vez. Se le rompieron algunos radios y empezamos a preocuparnos. Después de un largo camino de ripio y arena, llegamos a una bifurcación asfaltada. Hacia la izquierda se iba a una ciudad bastante grande y la derecha iba hacia un pueblo de playa llamado Guriri. Era domingo y era temprano, la bicicleta no podríamos arreglarla ese día, así que ir a la ciudad no valía mucho la pena. Decidimos irnos a la playa, porque siempre es un buen plan, pasar el domingo allí y a la vuelta (porque el camino habría que deshacerlo) arreglaríamos la bici. Así nos convencimos y llegamos a Guriri con un calor y unas ganas de açaí tremendas.

Encontramos un lugar donde degustar un rico y fresco açaí, mientras lo disfrutábamos miramos la bicicleta de Marc y estaba pinchada. Sin comentarios. Se puso a repararla, pobre, seguro tenía unas ganas de prender fuego todo, pero no dijo nada. Mientras tanto yo exprimía el internet del local, así fue como se me ocurrió entrar a Couchsurfing para ver si andaba alguien que recibiera viajeros por allí cerca. ¡Bingo! Encontré un muchacho que su perfil era flojo porque simplemente ponía su número de teléfono en él, y decía algo como “si necesitas algo mandame un mensaje”. No tardé ni un minuto en agregarlo al WhatsApp y mandarle un mensaje, le conté un poco quienes éramos y le pregunté si tenía o conocía algún lugarcito para poner la carpa y darnos un baño. Me contestó que tenía un lugar tranquilo para nosotros y me mandó la ubicación. Nos estaba esperando. Toda la secuencia la hice en secreto así que fue hermoso poder decirle a Marc, que venía de pelear con la pinchadura y con el eje reventado, que teníamos un lugar donde bañarnos y dormir esa noche.

Conocimos a Leoni, quien nos abrió la puerta de su departamento para dejarnos completamente libres de hacer lo que quisiéramos en él y de quedarnos el tiempo que necesitáramos. Él estaba viviendo en la casa de su pareja, Talita, así que prácticamente ni usaba aquel piso. Fue un regalo caído del cielo, que aparezca Leoni en nuestro camino fue buenísimo, él y Talita son personas súper informadas, inteligentes, curiosas y amables. Charlar y compartir unas birras con ellos fue muy lindo para enterarnos un poco más de cómo es vivir en la zona y cómo es la gente por allí. Fue muy enriquecedor la verdad.

Nos quedamos dos días por allá, porque encontramos una bicicletería, no nos olvidemos que la bici de Marqui estaba con el eje trasero reventado. Fuimos a la playa mientras su bicicleta estaba en el taller, el bicicletero necesitaba tiempo para cambiarle todos los rayos, el eje y alguna que otra cosita. Díganme spoiler, pero ese arreglo duró menos de lo que me dura un alfajor en las manos.

Guriri, así se llama el lugar dónde estábamos y lo vamos a recordar con mucho cariño porque la pasamos muy bien allí, conocimos una playa que nos encantó, era súper desolada y salvaje, Praia do Bosque, un paraíso sin personas. No sé cuánto va a durar así de inhóspita, lo bueno es que pudimos disfrutarla. 

 

Retomamos la ruta, nos despedimos de los chicos súper agradecidos por su buena onda y nos pusimos rumbo a Itaúnas, capital nacional del forró. La ruta estaba impecable, tenía ciclovía y un asfalto muy suave. Lo que no estaba suave era el sol que a falta de sombra nos liquidó la cabeza, pero conseguimos llegar un poco después del mediodía al pueblo y así refugiarnos un poco. Encontramos un lugarcito con mucha sombra y una buena brisa, a orillas de un rio, justo donde está el ingreso al Parque Estadual. Descansamos un buen rato allí, nadamos un poco, comimos algo y Marqui consiguió agua para tomar. Después de debatirlo bastante decidimos que no nos apetecía quedarnos para ver cómo era el pueblo por la noche y nos metimos a la reserva. La verdad es que fue una sabia decisión porque allí encontramos una aldea donde vimos una caseta ideal para pasar la noche y como la reserva es famosa por sus dunas le preguntamos a unos vecinos si podíamos dejar las bicicletas a su cuidado y nos fuimos a hacer una pequeña caminata que une la ruta con las dunas y termina en una playa inmensa y muy bonita.

 

 

La última noche en Espírito Santo fue ahí, en un paraje precioso donde vive muy poca gente, vimos seis o siete casitas, todo muy silencioso y tranquilo, dos vecinos se acercaron a conversar, uno de ellos era el dueño de la caseta dónde pensábamos dormir, por suerte nos dijo que durmiéramos tranquilos, que había una ducha en la parte de atrás y que el baño estaba abierto para ser utilizado. Es tan hermoso viajar así, la gente que uno cruza viajando en bicicleta es fundamental, de ellos depende si las experiencias o memorias son buenas o malas, porque viajando en bicicleta y durmiendo en carpa estamos expuestos a todo y cuando somos bien recibidos y cuidados por personas que no nos conocen es maravilloso. Se siente muy bien. En Brasil es hermoso viajar en bicicleta, el pueblo brasilero es único, nunca me voy a cansar de decirlo, los capixabas superaron todo tipo de expectativas. En los kilómetros que nos llevó cruzar Espirito Santo sólo conocimos gente copada, amable, divertida y muy generosa. Viajar así es un placer inmenso. ¡Aguante Brasil!💚

El próximo estado brasilero para pedalear promete cositas nuevas, Bahia allá vamos…

¡GRACIAS POR LEER!

Marula

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