¡Hola Bolivia!
Cuánta euforia sentía esa mañana, es que al fin iba a volver a cruzar una frontera en bicicleta, después de tanto tiempo. Marqui no estaba tan eufórico, sino más bien preocupado, porque a él estas situaciones le generan incertidumbre, además de que él ya estuvo en Bolivia y no tiene muy lindos recuerdos justamente en la frontera, así que así estaba él, estresado. Y yo, ansiosa. Éramos un dúo complicado aquella mañana, pero por suerte todo fue espectacular. No demoramos prácticamente nada en salir de Argentina y por la ventanilla de al lado entramos a Bolivia, así sin más. Fue hermoso y simple. De repente estábamos en Villazón y todo era diferente, estaban las veredas abarrotadas de gente, infinidades de casas de cambio, tiendas de ropa, souvenirs, mercaditos, de todo en muy poco espacio. Yo casi que quería ir caminando para poder ver bien todo y chusmear con atención. Pero el plan era seguir pedaleando ese día, no pernoctar en Villazón, así que cambiamos dinero para tener pesos bolivianos, por cierto, me parecieron muy lindos sus billetes, fuimos a la plaza a desabrigarnos un poco y encaramos la ruta.
Desde el kilómetro cero en Bolivia que la ruta sube y baja estrepitosamente, sin moderación, las subidas que tiene te dejan sin aliento porque claro, además estamos hablando de que estamos pedaleando a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar, y eso no es poca cosa. Entre subidas y bajadas al fin llegamos a un cartel que decía que ya estábamos en Bolivia, ¡qué alegría!
La primera impresión fue buena porque la ruta estaba en perfecto estado, con una banquina enorme para pedalear libremente y los vehículos que nos adelantaron lo hicieron dejando mucho más que 1,5 metros de distancia entre ellos y nosotros. Eso me sorprendió y lo agradecí mucho, me sentí segura muy rápidamente en la carretera.
Aquel primer día avanzamos bastante, considerando que empezamos a pedalear después del mediodía, y conseguimos llegar a un poblado muy pequeño llamado Yaruma “capital del asado, la humita y el pan casero”, se me quedó grabado el eslogan, aunque la verdad es que no vimos carne, ni humitas y mucho menos pan casero, casi que no vimos nada ni nadie en el pueblo. Preguntamos a una chica que andaba por ahí si podríamos pasar la noche en un escenario que hay en el corazón del poblado, dijo que si, que algunos que pasaban se quedaban allí. No había más que hablar, porque el escenario abajo tenía un cuarto genial para poner la carpa, entrar las bicis y pasar la noche al reparo del frio gélido de la madrugada.
Yo tenía dos rayos de la rueda trasera rotos, así que me dispuse a cambiarlos, mientras apareció un señor muy simpático a charlar, nos contó un poco de él, de Bolivia, de la política y del fútbol. Nos hizo muchas preguntas de Argentina, la crisis y de cómo es posible que nuestra moneda valga tan poco ahora. La verdad es que algunas preguntas le pude responder, otras creo que no existe respuesta cierta. Conversamos un buen rato con el hombre hasta que decidió marcharse y nosotros nos pusimos a armar campamento, el sol caía lentamente y se sentía el frio llegar.
Nos despertamos temprano, resulta que en Bolivia hay una hora menos que en Argentina, así que si madrugábamos tendríamos una hora más con sol por la mañana, y eso nos gusta, porque preferimos pedalear desde temprano y terminar de hacerlo pronto por la tarde. Habíamos puesto el despertador a las 6:30 am, pero a las 6 am empezó a sonar una música que se me grabó en el cerebro a la fuerza, era propaganda. De repente me transporté a Vietnam, dónde a las 5am los megáfonos de los lugares públicos comenzaban a decir cosas que obviamente no entendía porque eran en vietnamita, pero con una música de marcha militar de fondo que hacían interpretar que era propaganda. “La Bolivia del litio y de la energía solar” repetía una y otra vez, entre otras cosas. La escuchamos hasta que se fue aquello que traía los altavoces, para eso ya eran las 6:30 am, nuestro despertador sonó y empezamos a activar el día.
Increíbles los paisajes de la ruta, espectaculares la verdad, además no había casi tránsito ni gente. Todo se ve más inhóspito cuando no es explotado turísticamente, más calmo y tranquilo. Nosotros veníamos de la Quebrada de Humahuaca y honestamente, no fue nada pacífico ese tramo de ruta, los colectivos nos pasaban prácticamente por arriba, el tránsito era incesante, muchos nos tocaban bocina violentamente para que nos salgamos de la carretera, la gente de los pueblos ni nos miraba cuando les hablábamos o preguntábamos algo, todo era movimiento, malas caras y ruido. Por eso también creo que me gustaba tanto lo que estaba viendo en esos primeros kilómetros en Bolivia, el contraste era alentador.
La ruta siguió subiendo y bajando, destrozándonos las piernas con cada subida, pero de a poco iba cada vez más subiendo y ya no bajando tanto. Se estaba poniendo muy picante el camino y como si eso fuera poco apareció nuestro peor enemigo: el viento. Cualquier ciclista puede confirmar mi teoría de que cuando vas pedaleando el viento siempre es en contra, siempre. No importa para donde vayas, siempre te empuja el pecho. Así era y a mí me costaba respirar, digamos que estoy acostumbrada a la altura, pero por momentos me agito fácil, es como si me faltaran agujeros en la nariz para que fluya el aire. Es muy loca la sensación, sé de gente que se descompone, se marea e incluso vomita por efectos de la altura, por suerte nosotros estamos bien y nada de eso nos pasó. Sólo espero que cuando bajemos de estos relieves y pedaleemos en zonas bajas estemos super entrenados, más fuertes que el vinagre y pedalear no nos cueste tanto…soñar no cuesta nada.
El viento en contra nos complicó bastante los planes, como siempre, pero esta vez fue peor porque el día que estuvimos al pie de una cuesta enorme el viento no nos dejó prácticamente pedalear. El desafío era inmenso, se trataba de una subida de más de 80 kilómetros, que ascendía casi 2.000 metros para quedarse subiendo y bajando a los 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Eran kilómetros asesinos. Sumado a las fuertes ráfagas de viento en contra y la poca probabilidad de conseguir reparo en el camino, el día se planteaba complejo. En realidad, estábamos convencidos de que lo lograríamos, de no haber sido por el viento yo creo que lo habríamos conseguido. Pero ahí estaba, nuestro enemigo número uno empujándonos para atrás muy fuerte.
Con mucho ímpetu avanzamos creo que 10 kilómetros en 5 horas, o sea nada, no nos iba a alcanzar el día para llegar a algún lado donde poder repararnos del viento y pernoctar. Ni que hablar que a esas alturas el frio nocturno te congela hasta los pensamientos. Entonces Marc, que es la parte sensata de este equipo, me dijo que basta, que me veía sufriendo mucho y que así no podíamos seguir, que no tenía ningún sentido lo que estábamos haciendo. ¿Qué le podía decir? Tenía razón en todo, no íbamos a lograr nada ese día más que una hipotermia por la noche. Derrotada acepté que él estaba en lo cierto, acordamos hacer dedo y que nos alcancen al próximo poblado. Mientras teníamos esta conversación venia subiendo a paso de hombre un camión, pobre, su estado era lamentable (imagino que el nuestro también), ni lo dudamos y le pedimos que nos levantara. El muchacho frenó con mucho esfuerzo, el camión estaba casi desarmándose, perdiendo líquidos y vapores por todos lados. Sin embargo, nos dijo que sí, que nos llevaba hasta Atocha, a 60 kilómetros. No habíamos tardado ni diez segundos en conseguir que alguien nos levantara, eso era un alivio. El detalle de todo esto es que era un camión que llevaba chatarra, iba cargado y nos tuvimos que acomodar entre el techo de un vehículo, partes de motor y cientos de latitas de aluminio. Nos costó un montón subir las bicicletas, porque la carga estaba alta y nosotros estábamos destruidos, Marqui casi pierde un ojo con una ráfaga que le cerró la puerta del camión y le tiró una palanca vieja y oxidada en el rostro, por suerte tenia puesto sus anteojos y nada pasó, pero hubo susto. Finalmente, ahí estábamos, los dos acomodados adentro de la carga, el muchacho trabó las puertas y empezó la odisea.
Al camión le costaba horrores avanzar, los demás vehículos de la carretera sufrían casi lo mismo porque eran cuestas muy empinadas y el viento no daba tregua. A su vez el camino por momentos perdía el asfalto, o se volvía muy angosto. Nosotros mirábamos todo desde dentro y de apoco se nos empezó a colar el frio en el cuerpo, nos abrigamos todo lo que pudimos, pero estaba helado a matar. Tardamos 5 horas en recorrer los 60 kilómetros, llegamos a Atocha ya de noche y con un frio en los huesos que nos costaba movernos.
Ubicamos la plaza principal y allí había varios alojamientos, estábamos muy agotados y congelados como para pensar en donde armar la carpa y demás, así que un alojamiento nos pareció bien. Otra aventura más, dormir en un alojamiento en Atocha fue otra odisea para ese día tan cargado de emociones. Allí descubrí que te alquilan la cama, sin ducha y que en algunos lugares te pueden cobrar por “estacionar” tu bici y el wifi también se paga aparte. Nos reímos mucho, pero bueno al fin conseguimos uno que me dio algo de confianza, y al menos tuvimos cuatro paredes que nos protegieron del frio exterior, eso sí, nadie se bañó esa noche. Mi cama fue bastante cómoda, era de esas que te abducen y te vas perdiendo en el colchón hasta quedar inmóvil en una posición, a mí me sirvió porque estaba muy cansada y no me importaba nada, pero la cama de Marc estaba curiosa, tanto así que se infló su propio colchón arriba de la cama para dormir mejor… como dije antes, nos reímos mucho.
Tuvimos la intención de llegar a Uyuni al otro día, pero otra vez el viento nos jugó una mala pasada. Salimos de Atocha alrededor de las 7:30 am, y ya había ráfagas fuertísimas, el pueblo esta entre unos paredones de montanas enormes, precioso, pero para salir de allí tuvimos que empujar cuesta arriba. Era muy desalentador empezar el día empujando, pero bueno, a veces toca. El baño del alojamiento donde habíamos dormido daba miedo, así que ni bien pudimos hicimos una parada para ir al baño en la naturaleza. Mientras yo esperaba a Marc y me refugiaba del viento tras las bicicletas al costadito de la ruta, apareció un auto con una pareja de personas mayores. La señora bajó el vidrio y me dijo “Mi niña ¡qué frio, que viento! ¿Tiene vasito?” En un segundo ya tenía una taza llena de café caliente, pancitos y asado frio. Espectacular, le agradecí muchísimo a ambos, me bendijeron y se fueron. Cuando Marqui apareció de nuevo yo ya estaba desayunando por segunda vez. Me animó mucho la solidaridad de la señora, me reconfortó bastante, porque ese tipo de situaciones casi que no las tuvimos en este viaje. Gracias a ese hermoso gesto encaramos el día con convicción y muy animados.
Poco nos duró la convicción, a duras penas avanzamos 25 kilómetros ese día, el viento nos castigó mucho y decidimos parar en un poblado que se dedica a la minería y ganadería. Las ráfagas eran muy fuertes y hacia mucho frio, nos convenía esperar allí mismo e intentarlo nuevamente al otro día. La paciencia se cultiva viajando en bicicleta, pensé.
Apareció un muchacho muy amable en la plaza y nos consiguió agua caliente, también nos dijo que intentaría hablar con el corregidor (líder del pueblo) para ver si nos conseguía un lugar reparado donde pasar la noche, esa idea no prosperó, el corregidor no apareció nunca y armamos campamento dónde consideramos que estábamos más reparados del viento. Hacia mucho frio, decidimos hacer un fueguito para calentarnos, entretenernos y seguir tomando mate calentito. Esa noche fue la noche más fría de nuestras vidas. El pueblo esta a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar, y eso por la madrugada se sintió tanto que casi temo que se me congele la sangre. Lo intentamos todo dentro de la tienda, abrazarnos, pegarnos, compartir la esterilla de Marc (que es de buena calidad), movernos, estirar los músculos, incluso utilizamos unos calienta manos que nos regaló mi amiga Loli (son unas bolsitas que se cristalizan mágicamente dando calor), todo, todo. Nada sirvió, estábamos helados. Esa noche no durmió nadie y la verdad echamos en falta esa habitación roñosa de la noche anterior. Ni bien el sol comenzó a despuntar salimos de la tienda y la sorpresa fue tremenda, estaba todo blanco y congelado, no teníamos agua líquida, todo era hielo y hielo. Por suerte habíamos guardado agua en el termo y pudimos hacernos un café con ella, porque incluso la fuente de la plaza del pueblo estaba congelada y no daba agua.
Creo que a las 7am ya estábamos pedaleando, no había viento y eso teníamos que aprovecharlo, yo pedaleaba completamente vestida, tal cual como había “dormido”, así me subí a la bici y le metí, con fuerza y determinación. Esa mañana íbamos a más de 20 kilómetros por hora, avanzamos mucho, estábamos re sólidos y el viento no aparecía. En un momento ya habíamos hecho la mitad de lo que teníamos que hacer para llegar a Uyuni, destino final. Así que más cebados que nunca seguimos pedaleando, estábamos sin dormir y las energías iban mermando, pero queríamos llegar, teníamos que aprovechar la falta de viento. El camino estaba precioso, era todo dunas por aquí y dunas por allá, era genial que no había viento sino habría sido una voladera de arena muy incómoda para la vista.
En el horizonte se comenzó a ver el pueblo, el viento comenzó a apretar, pero nosotros ya estábamos cerca, íbamos a llegar si o si ese día. Así fue, lo conseguimos, llegamos a Uyuni, reventados pero felices.
En el pueblo hay una casa ciclista, se llama Pingüi y recibe viajeros en bici de todo el mundo, vinimos directo y fuimos bien recibidos. No hay ningún ciclista, estamos solo nosotros, contamos con una habitación donde pudimos armar la carpa y descansar. Además, hay ducha de agua caliente y eso es algo maravilloso con las bajas temperaturas que hacer por estas altitudes. El viento continúa castigando la zona, parece que va a mermar el fin de semana, estamos esperando que lo haga para poder ir a conocer el Salar de Uyuni, el más grande del mundo. Mientras tanto disfrutamos de los mercados y la comida callejera, algo que nos encanta.