Llegamos a Mendoza!

 


Estábamos en el camping gratuito del pueblo de Barrancas, último pueblo de la provincia de Neuquén, último pueblo patagónico.

Nos despertamos antes de que amanezca, pero no fuimos los únicos, el cielo estaba plagado de cotorras, la tierra llena de gallos cantarines, perros que les contestaban y caballos que también reclamaban atención. A las 6 de la mañana los alrededores de la carpa eran la perfecta representación de los sonidos de una granja. Me encanta igual, me gusta escuchar a los animales, no sé si tan temprano pero bueno, es vida. 


Me levanté muy contenta porque sabía que era un día importante, íbamos a entrar a una nueva región, para mi totalmente desconocida y eso me motivaba mucho. Aparecieron algunos trabajadores del camping y nos ofrecieron calentarnos agua para el café, muy amables. Éramos los únicos acampando, la verdad. Desayunamos, ese día no teníamos muchas provisiones así que la avena nos salvó, le agregamos una fruta y listo, a la ruta.

Saliendo del pueblo Marc tenia identificada una panadería, no habíamos ido el día anterior porque llegamos justo en el momento de la siesta y sabemos que en esas horas intentar comprar algo es más difícil que pedalear en subida con viento en contra. Siendo fieles a nuestros objetivos pasamos por la panadería para hacer la respectiva cata de pan que venimos haciendo en cada poblado. Fue una sorpresa muy gratificante saber que el pan estaba recién salido del horno, y no sólo eso, sino que las facturas también estaban recién hechas, todo estaba calentito. La María amante de las harinas se me despertó en el interior y visto que habíamos desayunado una triste avena no dudamos en zamparnos algunas facturas ahí mismo, en la vereda de la panadería, casi con los cascos puestos y todo. Debo admitir que tuve que atacar el pan también en ese momento porque era un sacrilegio para mi dejarlo enfriar sin haberlo probado siquiera. Ahora sí, podíamos decir que habíamos desayunado. Ya estábamos en condiciones de encarar el día, la ruta y los pocos kilómetros que nos separaban del próximo destino.

La ruta caía entre acantilados hasta el Rio Colorado, nunca lo había visto a ese rio, una parte de mi sentía que lo conocía y que era un hito muy importante porque muchas veces me enseñaron en la escuela que él nos separaba del resto del país, que ese rio marcaba el inicio (o el final) de nuestras tierras, la Patagonia.Para mi sorpresa de colorado no tenía nada...

Ni bien cruzamos el puente, nos sacamos fotos en el cartel que indicaba el ingreso a una nueva provincia argentina y empezamos a subir. Otra vez. Ese día nos esperaban otros veintitantos kilómetros de subida constante hasta un pueblito donde íbamos a descansar porque el ascenso no terminaba ahí, además a partir de allí empezaban unos 90 kilómetros de ripio que nos habían dicho que estaban terroríficos, horribles, imposibles y otros tantos calificativos más, negativos todos.

El paisaje no paraba de sorprenderme, esas montañas tan diferentes a las que yo conozco, cada vez más altas, con tantos colores y diferentes cortes y formas, es tremendo. El color de la tierra también me impactó porque es escarlata, parece húmeda de la densidad que tiene, pero está todo muy seco, las cuencas de los ríos sólo arrastran piedras.

Y llegamos a Ranquil Norte, así se llama el poblado, muy pequeño, me hizo recordar a esos pueblitos de Brasil que conocí cuando hice aquella caminata de 700 kilómetros por el Camino del Oro, las casitas de ladrillos de arcilla, el silencio, la polvareda de las calles, el calor, la poca gente y la iglesia. Lo mejor del pueblo es que la oficina de turismo, único lugar donde vimos vida antes de las 5 de la tarde, dispone de una caseta impecable con baño y ducha para los viajeros, así como enchufes para cargar celulares y cosas eléctricas, y zona de fogones y acampe… ¿qué más se puede pedir? Además, la señora que trabaja allí es súper amorosa y atenta. Nos duchamos y pasamos la tarde ahí, yo me puse a leer a la sombra de un árbol y a disfrutar de la calma. En un momento, justo a la hora del mate apareció la señora de la oficina de turismo diciendo que una amiga vendía tortafritas, y preguntaba si queríamos comprar, obviamente caímos en la trampa y compramos media docena de tortafritas enormes y recién hechas, Marqui preparó unos matecitos y listo. La tarde fue perfecta. Cuando empezó a caer el sol emprendimos nuestra misión de buscar provisiones para los próximos días, sabíamos que serían dos o tres días sin poder comprar comida y quizás sin conseguir agua, así que teníamos que estar preparados. Para nuestra sorpresa el pueblo tiene tres almacenes así que no fue tan difícil como pensábamos conseguir alimentos. Dividimos las compras entre los tres mercaditos, así sentimos que repartimos un poco las ganancias. En el primer colmadito aparecieron dos ciclistas, habían empezado su aventura unos 200 kilómetros antes, en Malargüe, o sea que habían superado los 90km de ripio tan temidos. Aprovechamos para preguntarles al respecto y su respuesta fue tajante “tómense un autobús” nos dijeron, ¡como si habría alguno que pasara por allí! Los chicos habían sufrido el ripio, la piedra suelta, el polvo y todo lo que significa pedalear en caminos así. Con Marqui nos mirábamos, no sabíamos hasta que punto confiar en la objetividad de sus relatos. En lo personal como soy sorda selectiva, ignoré completamente sus recomendaciones de hacer dedo, tomar un bus y demás. Íbamos a intentarlo, cueste lo que cueste. No era la primera vez que nos íbamos a meter en una ruta complicada, incluso lo habíamos hecho anteriormente por voluntad propia, no íbamos a desistir sin probarlo. A veces los caminos sin asfaltar requieren más tiempo y paciencia de lo que uno pretende darles, también requieren mucha concentración y fuerza, pero se pueden lograr igual, lo más importante es no perder la calma. Nosotros nos sentíamos con ganas de afrontar esos kilómetros, estábamos preparados, mentalmente más que nada, porque el tema del físico es algo que a mi no se me da tan bien, pero como soy testaruda, no paro hasta que lo consigo, así me lleve el doble de tiempo y esfuerzo.

Por la noche mientras preparábamos las cosas para cenar e irnos a dormir apareció un auto con dos chicos adentro, iban a dormir en la zona de camping también. Fue una coincidencia agradable porque justo uno de ellos era un chico que anda bastante en bicicleta, ha viajado por el país pedaleando y no tardamos en ponernos a charlar. Según él, la ruta que nos esperaba mañana no era ni tan grave, él la conocía, la había pedaleado varias veces. De hecho, no dijo nada alarmante al respecto y eso sumó otro puntito más a nuestra confianza. Nos fuimos a dormir re tranquilos, pusimos la alarma a las 6 de la mañana y chau.

Al otro día salimos de la carpa y estaba muy oscuro todo, el cielo estrellado estaba increíble. Por la mañana tenemos las tareas bastante divididas con Marqui, básicamente él se encarga de desarmar y guardar la carpa mientras yo preparo el desayuno, que ese día estuvo rico porque tuvimos pan casero de una señora del pueblo y huevos revueltos, teníamos también una pera, pero estaba rara, era como una pera con mezcla de papa, muy seca. Es difícil conseguir frutas o verduras frescas en algunos poblados, la gente que vive allí viaja a las ciudades cercanas a comprar provisiones, entonces los almacenes del pueblo ni se esmeran en traer alimentos frescos porque nadie les compra, se echan a perder y los tiran, así es, los tiran podridos. Una pena, pero varias personas nos han contado lo mismo en diferentes pueblos. Entonces, mientras el cielo empezaba a clarear, desayunamos en la caseta de turismo porque había luz y se estaba más calentito dentro, afuera helaba. Con la pancita llena salimos a la ruta, que, por supuesto ya empezaba subiendo y subiendo, y subiendo y subiendo, pero todavía con asfalto.

Al fin llegó el momento de la verdad, se termino el pavimento, apareció un cartel que indicaba que la ruta estaba en reparaciones y listo, empezó el desafío. ¡Ah! Un detalle, el cartel me hizo reír mucho, demasiado argentino todo, en la foto (con mucho zoom) se ve mejor a qué me refiero, por lo que nos comentó la gente de la zona la ruta lleva años en reparaciones y hay varios enojos al respecto, más que nada porque es una ruta nacional y bastante utilizada y necesitada. 


Los primeros 30 kilómetros de ripio estuvieron buenísimos, hacía una mínima pendiente así que la bici iba casi sola, la ruta era de arena o algo parecido, mucho polvo, eso sí, pero iba suave y sin pozos. La verdad es que la gocé mucho, además el solcito empezó a calentar de a poquito y como habíamos salido muy temprano nos cruzaron muy pocos autos, por lo tanto, no fue tan grave. Llegamos al Rio Grande y el lugar merecía una buena parada, un segundo desayuno, hicimos unos matecitos con frutos secos para recuperar un poco de energía. La vista estaba espectacular porque el rio tenia una buena corriente y estaba bordeado por piedras volcánicas negras, un contraste muy único.




Después del mediodía el calor empezó a ahogarnos, el tránsito se intensificó y eso también nos ahogaba un poco por la cantidad de polvo que estábamos tragando, el paisaje seguía siendo de ensueño a medida que nos íbamos acercando a los volcanes. Resulta que en la zona hay una reserva provincial que se llama La Payunia y es nada más y nada menos que una de las regiones del planeta con mayor densidad de volcanes, o sea tiene más de 800 conos volcánicos. Un espectáculo, y nosotros estábamos ahí, pedaleando a su lado. En un momento empezaron a verse más rocas volcánicas, mega negras, filosas y brillosas, era muy atractivo porque la ruta se transformaba en un cañadón y uno se siente chiquito rodeado de tanta piedra negra. Juro que yo venía en plena película de El Señor de los Anillos entrando a Mordor a fundir el maldito anillo, era un paisaje similar, sin dudas. En esa zona la ruta se puso imposible, aparecieron las piedras sueltas, grandes, había huellas hundidas de los vehículos, se me hundía a mí también la rueda delantera de la bici y la trasera resbalaba constantemente. Fue difícil ese tramo porque además había tanto para ver en el horizonte que daba pena estar mirando para abajo todo el tiempo para evitar caerme. Pero bueno, logramos el objetivo del día sin heridas, eso es importante.

Llegamos a La Pasarela, así le dicen a ese lugar donde se puede ver el gran cañón que forma el Rio Grande, desde un puente. Muy impactante y bonito todo, pero se nos hacia de noche y no había por allí ningún lugar medio “digno” para poner la carpa para dormir esa noche, encima había viento, lo cual ponía la búsqueda más difícil todavía porque encontrar reparo era imprescindible. Entre una cosa y la otra encontramos un camino que llevaba a unas cabañas que sabíamos que no estaban terminadas y que aún no eran usadas turísticamente. El desvió subía un poco y era de arena, pero nos la jugamos, nos animamos a ir hasta allá y la verdad es que triunfamos con esa decisión. Atrás de las dos cabañas hay un rancho, fuimos hacia allí para ver si encontrábamos a alguien para pedir permiso, pero no vimos a nadie. El sol estaba cayendo rápidamente, de noche no nos iban a echar de allí así que muy confiados armamos nuestras sillitas, hicimos algunos estiramientos y dimos el día por concluido. Al rato apareció el dueño de las cabañas, y la verdad, es que ni le importó que estemos allí, nos autorizó a armar la carpa dónde quisiéramos y así lo hicimos. 


Ahora, ver la luz del atardecer caer sobre un horizonte plagado de volcanes es algo tan fantástico, algo que yo no había visto jamás. Estábamos en un mirador espectacular directo a los volcanes, mejor lugar imposible. Cuando apareció la luna, todo se iluminó y pudimos cenar bajo su luz natural. Amo esos momentos en los que solo estamos Marc, yo y la naturaleza pura. El silencio, el cielo, la luna, una comida calentita y nada más. Sin muchos más preámbulos nos fuimos a dormir, pusimos la alarma nuevamente a las 6 de la mañana y nos dormimos rápidamente, el ripio nos había dejado fritos.


Antes del amanecer se dibujaban las siluetas de los volcanes en el horizonte, una preciosidad. Aquel día, se suponía que sería el último de ripio, porque pretendíamos pedalear hasta un poblado que se llama Bardas Blancas, donde comenzaba el pavimento nuevamente. El camino no fue muy hostil con nuestros cuerpos y lo transitamos sin problemas, en un momento nos detuvimos a la sombra de unos árboles a descansar un poco y apareció un señor, los árboles eran de una estancia, ubicada allí en el medio de la nada, en el jardín trasero tenía varias cigüeñas extrayendo petróleo, también había muchos animales y el hombre que mencioné. Solo, tan solo que rápidamente se puso a charlar y contarnos toda su juventud, su vida, sus teorías y conspiraciones contra el gobierno, la realidad era que el hombre hacía comentarios bastante discriminatorios así que mi sordera selectiva y yo lo escuchamos poco, pero aproveché a pedirle agua y pudimos llenar nuestras botellas, que venían bastante vacías. En fin, no descansamos mucho en esa parada, pero conseguimos agua y eso vale mucho. Nos despedimos del señor en cuanto pudimos y seguimos pedaleando, luego en el almuerzo tuvimos con qué entretenernos recordando las frases de aquél pobre hombre. Con respecto a la comida, la hicimos a orillas de la ruta, apenas entrabamos bajo la sombra de un arbolito parado como de casualidad a la vera del camino. Sin embargo, armamos nuestras sillas, preparamos la típica ensalada de medio día (dos tomates, una zanahoria y una lata de garbanzos), calentamos agua para el cafecito de después y arrasamos con el paquete de pepas que teníamos. Con la panza llena y antes de que nos gane la modorra volvimos a la ruta, la sorpresa fue que el ripio se terminó casi inmediatamente después de nuestro almuerzo. Nos pusimos muy contentos cuando pedaleamos sobre asfalto de nuevo, hubo mucho festejo, hasta que volvió el ripio… nos habían engañado. El pavimento se entrecortaba, había tramos que estaban lisos y otros que eran un pedregal de la muerte, todavía no estaba todo hecho. Con paciencia seguimos y a primeras horas de la tarde llegamos al pueblo de Bardas Blancas, era domingo y suponíamos que no encontraríamos mucha gente en las calles, pero nos equivocamos, no sé por qué, pero los niños del pueblo habían ido a la escuela, ¡un domingo! Así que estaban justo saliendo todos del colegio, con sus guardapolvos blancos, tan chiquitos y un domingo, pobrecitos.

El pueblo en si no nos generó mucha buena vibra, no sé cómo se explica eso, pero a veces pasa que uno no se siente cómodo o bien recibido, por así decirlo. Y había algo raro en el pueblo que no nos dio confianza ni buena onda como para quedarnos a pasar la noche allí. Conseguimos algunas provisiones, pocas, nos despedimos del poblado y avanzamos algunos kilómetros más en busca de un rio que sabíamos, podría darnos refugio en la noche. Así fue, el lugar estaba bonito, había árboles que daban sombra y reparo, una pareja pasando la tarde, lugares para hacer fuego y un atardecer cayendo en las montañas espectacular. Por nuestra parte estábamos re cansados, los últimos días habíamos dado toda nuestra energía en el ripio y ansiábamos descansar. Yo, que, comparada con Marqui, suelo sufrir más el calor, me fui a caminar a orillas del rio en busca de un lugar dónde bañarme, o al menos lavarme un poco. Traía polvo pegado hace días, sudor y muchísimo calor en el cuerpo. Por suerte para todos conseguí un lugarcito donde refrescarme, lavarme, perfumarme y ponerme ropa limpia, mi humor mejoró ampliamente y volví suave seda a donde se encontraba Marc esperándome. La caída del sol fue fantástica, no tardamos mucho en ponernos a cocinar nuestro guiso de batalla bajo la luz de la luna y a dormir, al otro día nos esperaba la Cuesta del Chihuido, unos 27 kilómetros de subida constante. 


Salimos a la ruta casi al amanecer, hacía muchísimo frio y el asfalto había vuelto a desaparecer. Para colmo había mucho transito de trabajadores de la zona, petroleros y demás, iban y venían rapidísimo en sus camionetas blancas, el baño que me había dado ayer, me duro 10 minutos en esa ruta. Pero bueno, mente positiva que el día recién empezaba, había una cuesta imponente por delante y con suerte llegaríamos a la ciudad de Malargüe, donde seguro vendían hamburguesas.

Ahora sí, la calidad de la ruta mejoró ampliamente ni bien empezamos a subir, el sol todavía no nos calentaba porque íbamos entre los cerros, pero de apoco íbamos entrando en calor. Marqui iba tirando del carro, la subida en sí no era muy grave, pero era constante y densa. A la hora de estar pedaleando nos detuvimos un momento, pues, necesidades fisiológicas, y ahí me di cuenta de que yo tenía otra batalla personal además de la subida, me vino la regla. ¡Bingo!

Calambres lumbares, fatiga, y mucho dolor de cuerpo, ahora entendía todo. Andar en bici es voluntad, pura voluntad, porque cuando estas en el medio de la nada y sabes que te quedan horas y horas de subir una cuesta, tu estado físico no sirve para nada, lo que sirve es tu voluntad, tus ganas y tu capacidad mental de mantener la cordura, la calma y seguir para adelante. Había que respirar y seguir. Fui haciendo varias paradas, más de lo habitual, pero conseguí un buen ritmo y en algunas horas más estábamos en la cima de la Cuesta del Chihuido, lo festejamos y nos dispusimos a bajarla. La mejor parte, cuando vas bajando te das cuenta de que subir es una tortura, pero ¡Cómo vale la pena! Fue un descenso hermosísimo, las vistas me dejaron sin palabras, no quise ni sacar una foto porque la verdad es que estaba disfrutando tanto que no quería bajarme de la bicicleta. Además, bajamos muy despacio e íbamos comentando lo maravillados que estábamos, Marqui filmó y saco fotos, seguro incluirá todo su material en algún video.


Una vez abajo conseguimos una sombra, porque el calor ya estaba apretando bastante, y nos relajamos. Nos relajamos demasiado diría yo, porque todavía nos quedaban 30 km hasta Malargüe, que era el objetivo del día. Pero bueno, necesitábamos descansar un poco. Ahí fue donde nos cruzamos con Pedro, un estadounidense que venía desde su país en bici, lo había hecho en nueve meses y pretendía llegar en uno más a Ushuaia (nosotros nos demoramos tres meses y medio desde Ushuaia hasta dónde estábamos ese día). Terminator al lado de Pedro era un poroto, a él le tocaba subir lo que nosotros acabábamos de bajar, y ni bien arrancó desapareció de nuestra visión. Nos reímos tanto, es difícil no compararse cuando uno ve a otra persona que viaja en bicicleta, y se nos ocurrieron un montón de chistes porque nosotros dos somos los más lentos del planeta, cada vez que podemos nos sentamos con nuestras sillas a tomar mate, donde sea que estemos, las paradas para comer nos duran una o dos horas con cafecito final incluido, incluso a veces, hasta nos dormimos unos minutos de siesta. Pedro no podría viajar con ninguno de nosotros, y nosotros definitivamente tampoco con él. De todas maneras, fue un lindo encuentro porque era un pibe simpático y amable, tuvimos una breve pero linda charla y se lo veía muy contento. Así que ya saben, gente de Ushuaia, si lo ven a Pedro por allá, le mandan saludos.

Me estoy yendo por las ramas… volviendo al relato, estábamos por llegar a Malargüe.

¡Qué calor! Ahora si que hace calor, la entrada a la ciudad se puso difícil, porque el transito se intensificó y la ruta, que venia impecable en lo que iba del día, se puso horrible. Llena de baches, pozos, faltantes de pavimento, durísima. Era muy incómodo pedalear por ahí, tanto que cuando divisamos una ciclovía nos metimos en ella. Eso, queridas lectoras y lectores, fue el fin de nuestras ruedas.

Llegamos muertos de calor a la estación de servicio, agotadísimos, sudorosos y con la piel caliente de tanto sol. Ahí fue cuando Marc me dijo “pinché”, lo miré y tenia la rueda delantera completamente en llanta. Hubo miraditas silenciosas, y mientras apoyábamos las bicis contra la pared de la estación observamos mejor nuestras ruedas y lo que vimos fue un desastre. Estaban llenas de pinches, en ese entonces no sabíamos como se llamaba ese cardito del demonio, hoy lo sabemos, roseta. Las cuatro ruedas daban pena, yo pensé en alfajorcitos de maicena, porque las rosetas se parecían al coco rallado que se pega al dulce de leche de sus costados. Los comentarios fueron pocos, hubo común acuerdo de entrar a la gasolinera a comer algo, ambos sabíamos que queríamos una hamburguesa, “una azteca” decía Marc, porque es una que ofrecen en la Full de las YPF que trae palta. O sea, las ideas estaban claras, llevábamos muchos días de fideos y ensalada, el cuerpo pedía algo poco sano. Y yo con las hormonas como la tenía estaba en el momento ideal para comerme una búrguer, o dos.

Terminamos de comer y se nos acercó un señor a la mesa, nos preguntó si éramos los que andaban en bici, se lo confirmamos y su respuesta fue:

-Están pinchadas.

Su uso de plural nos hizo reír, tomé coraje y salí a mirarlas, no me sorprendió en absoluto, de hecho, cuando llegamos, nos metimos rápidamente dentro porque no queríamos mirar la debacle. Mi bicicleta se mantenía en pie de milagro, las dos ruedas estaban en llanta total, pinchadisimas. La rueda trasera de Marc sobrevivió, pero la frontal seguía como la habíamos dejado. Lo bueno es que la hamburguesa ya la habíamos disfrutado, ahora tocaba solucionar el pequeño inconveniente. Otra cosa positiva es que Malargue cuenta con un camping municipal muy copado, al que todos los viajeros van, porque es muy barato y es tranquilo. Así que la cuestión de dónde dormir estaba solucionada y eso era un alivio, lo que pasa es que en esas condiciones no llegábamos ni al camping.

Con una pinza de depilar Marqui se encargó de sacar todas las púas que las rosetas fueron dejándonos de regalo, cambiamos la cámara de su rueda delantera que era la que perdía aire más rápido, las mías aguantarían caminando hasta la bicicletería más próxima, porque también tenia un rayo roto, algo bastante usual. El dato de la bicicletería Marman, es el nombre, nos lo dio Pedro, y se lo agradecimos un montón, porque fuimos allí, y los chicos del taller no tardaron en ponerse a trabajar con mi bicicleta posponiendo los demás encargos, que no eran pocos. Se lo agradecimos mucho porque fue un buen detalle, así y todo, llegamos al camping con las últimas luces del día y mega apurados porque sabíamos que el horario de las duchas era de 18hs a 21hs, y ya casi casi eran las 21hs. No nos demoramos mucho buscando un lugar donde poner la tienda, estacionamos las bicis en la puerta de las duchas y nos bañamos primero. ¿Saben qué? La ducha de ese camping era espectacular, si bien veníamos con necesidad de un buen baño, la abundancia del agua nos dejó maravillados.

Encontramos un buen lugarcito para armar nuestro campamento a sabiendas de que pasaríamos más de una noche allí, quizás hasta tres que terminaron siendo cinco. Me crucé al almacén frente del camping porque necesitaba insumos femeninos y de paso me traje un vino, al final estábamos en Mendoza y eso hace la gente cuando viene a Mendoza, tierra de viñedos. Para nuestra sorpresa cuando estábamos terminando de acomodar nuestras cosas se acercó una señora buscando a una familia que le había encargado empanadas, de carne, fritas. Marqui no demoró ni dos segundos, porque sabía que se venía la polenta para cenar, en preguntarle si le podíamos encargar unas para nosotros y en 40 minutos más estábamos comiéndonos una docena de empanaditas recién hechas, recién fritas de carne espectaculares, vinito de por medio. Listo, ya podíamos irnos a descansar, sin despertador, sin prisas que al día siguiente nadie iba a subirse a ninguna bicicleta. 


Los días en el camping transcurrieron muy en paz, hacia calor, pero bajo la sombra de los árboles estábamos muy a gusto, nos dedicamos a limpiar las bicis, ordenar algunas cosas y descansar. Descansamos bastante el cuerpo y la mente, comimos comida rica, nos dimos varios gustos y caprichos, prendimos el fuego y tomamos más vino.



Tuvimos una hermosa estadía en Malargüe, la ultima noche fue el broche de oro a unos días muy bonitos.

Llegó una pareja y se instaló en el fogón de al lado, eran mayores y traían un montón de cosas en su auto, se notaba que sabían lo que hacían y que llevaban viajando así varios días. Una vez instalados se nos acercaron y el señor nos invitó a que compartiéramos la cena, dijo que prendería el fuego y que si lo queríamos acompañar. Si hay una palabra que no solemos decir con Marc es “no”, así que rápidamente nos fuimos al supermercado a comprar algo para compartir esa noche con ellos y también las provisiones para los próximos días porque al día siguiente volvíamos a la ruta.

Nuestros nuevos amigos eran muy amorosos, viven en 3 Arroyos y dio la casualidad de que tienen un hijo viviendo en España, entonces cuando lo escucharon hablar a Marc se enamoraron de él automáticamente porque les traía muchos recuerdos de su hijo y sus nietas. La pasamos muy lindo con ellos, comimos un montón, charlamos un montón también y la verdad es que este tipo de encuentros a mi me alegran el alma. Conocer gente y conectar con gente es algo muy lindo que pasa cuando uno esta viajando. Nos ha pasado mucho que las personas que vamos conociendo o la gente que se nos acerca y se interesa por cómo estamos, suele tener hijos viviendo en el extranjero. Ellos saben o entienden lo que es para sus hijos estar por otras tierras y tratan de cuidar a los que andan por estas tierras. Reiteradas veces escuchamos decir a las madres que piensan en sus hijos y que les gustaría que la gente de donde sea que estén los ayude y los cuide, y por eso cuando nos ven quieren cuidarnos como si fuéramos hijos. Ese encuentro no fue la excepción, porque Carmen, así se llama la señora, nos llenó de comida, nos regaló un taper lleno de carne, alfajores de maicena de su propia elaboración, embutidos y un vino para el camino, todo a cambio de la promesa de ir a visitarlos algún día a su casa.

Volver a la ruta no es tan grave cuando sabes que para comer tenés un kilo de asado en un taper, así que arrancamos con convicción, nos despedimos con muchos besos y abrazos de nuestros nuevos amigos y les dijimos adiós, quizás para siempre. 


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