Parque Nacional Los Alerces


 Sonó la alarma, esa que suena sin sentido porque ya estamos despiertos y ambos lo sabemos. Como resortes nos levantamos, yo algo ansiosa ya por salir el exterior. Afuera es de noche, los perros de Trevelin ladran, como lo han hecho absolutamente toda la noche, por suerte dormimos en la casa de Cítara, una anfitriona de Couchsurfing, así que la salida es rápida, no tenemos que desmontar la carpa ni preparar el calentador para hacer café. Mientras preparo el desayuno Marc esta lidiando con un gato del tamaño y color de una pantera “¡Otto no!” le dice y le repite cada vez más fuerte, yo temo que despierte a todo el pueblo, pero después me acuerdo de los perros y sus ladridos constantes, y me da igual que le grite al gato que no para de meter su cabeza entre sus cosas y de aferrarse a uno de los elásticos de la bicicleta como si se le fuera la vida en ello. 

 


Salimos a la ruta, es de noche aún, aunque el cielo se va poniendo rojo intenso, va a ser un amanecer precioso. El aire está helado y yo voy sintiendo un malestar en la panza que voy atenta a frenar si necesito vomitar, no sé a qué se debe, pero voy sofocada, desabrigada para que el viento frio me recomponga, Marqui va abrigado hasta los ojos prácticamente, pero yo estoy rara esta mañana.

En la primera subida fuerte casi riego las margaritas con el café de la mañana y quizás algo más, pero por suerte me contuve bastante, detesto vomitar. Encontré un caramelo que dice ser ácido, pero de ácido no tiene nada, perdido en el estuche de mi manillar y me lo comí, confiando en que me devolvería el alma al cuerpo, la energía y la fuerza. El azúcar hizo lo propio y repunte, empecé a sentirme mejor, me abrigué porque ahora si sentía el frio y pude disfrutar del sol saliendo por los valles, simplemente hermoso.

Los kilómetros de acceso al Parque Nacional Los Alerces desde Trevelin fueron muy llevaderos, después de mi episodio claramente, y a las 8 de la mañana en punto estábamos en el portal, con la sorpresa de que los guardaparques aún no estaban. Las chicas que estaban en informes disponiendo los conos y preparando el acceso para el día nos dijeron que ahí se abonaba la entrada pero que no había nadie para cobrar todavía, por lo tanto, nos dejaron pasar.  ¡Qué alegría! Cada vez que tenemos que ingresar a algún parque nacional o algo de pago nos cuestionamos muchas situaciones, porque a Marc como extranjero siempre le quieren cobrar cuatro o cinco veces más caro del valor estipulado para turistas nacionales, y eso no nos gusta ni un poco.

Una vez adentro y de gratis, empezaron las fotos, las risas y la alegría, estábamos recontentos de al fin estar allí. Además, estábamos expectantes por el fin del camino pavimentado, como siempre que hay ripio en algún tramo las alarmas se disparan y las experiencias de otros viajeros toman rigor y la verdad, veníamos escuchando historias muy poco alentadoras sobre el parque y su ripio, no por el ripio en sí, sino por la gente que va en coche, esos que no respetan al ciclista ni a los otros coches ni su propia vida. Esos a los que siempre les deseo que se quemen el paladar con el agua del mate.

Pedaleamos y pedaleamos y el ripio no apareció, estábamos en nuestra salsa. Llegamos a la zona de la Cascada Yrigoyen, yo la recordaba porque hace muchos años fui con mi familia, así que más o menos sabía con qué me encontraría. Bajamos a una playita, para apreciar el Lago Futalaufquen, su nombre hace alusión a su tamaño y la verdad es que sí, es un gran lago. En pocos minutos habíamos sacado varias fotos, armado las sillas y ya estábamos tomando mate al sol. Barajábamos la posibilidad de pasar ahí todo el día, no estábamos seguros porque aun era temprano y había más por conocer, así que nos dejamos estar, yo me recosté y me dormí un buen rato hasta que en mis sueños alguien cortaba el pasto, de mi sueño a la realidad hubo un abrir de ojos, ahí estaba el culpable, un guardaparques cortando el pasto al lado nuestro. Insólito pensé, entre otras cosas.

Lo bueno es que la ruidosa situación nos animó a seguir paseando, localizamos un lugar bonito a 10 kilómetros de donde estábamos y para allá fuimos. Seguimos felices porque el ripio siguió sin aparecer, hasta nos hizo dudar si realmente estábamos dentro del parque o quizás aún no, porque el temido camino de piedras y polvo no se había hecho presente, todavía. Cuando bajamos a la Quebrada del León, hubo una decisión unánime y casi tácita de que ahí dormiríamos. La vista que había desde la playa de piedras, los arrayanes con ese tronco de un rojizo tan particular que tienen y encima en flor, el agua calma y cristalina, todo en su conjunto era una postal. Entre mates, lectura y charlas fuimos dejándole paso a la noche y a la luna finísima que se abría iluminada en un cielo que en pocos lugares se ve tan puro. Contentos y tranquilos de que el primer día en el parque había sido un éxito rotundo nos fuimos a dormir bajo un arrayan y sus florcitas blancas. Sin embargo, sabíamos que al otro día el temido camino de ripio tenía que aparecer, sino nos habíamos equivocado de Parque Nacional. 


Desayunamos a orillas del lago, seguíamos viendo el Futalaufquen, porque como dije, es muy grande y no habíamos avanzado tanto el día anterior. Juntamos campamento y salimos a la ruta, era relativamente temprano porque queríamos ahorrarnos las horas de mucho tránsito, más que nada por seguridad, el polvo nos preocupaba poco, pero vimos muchos conductores demasiado inconscientes y daban un poco de miedo. Conseguimos rellenar nuestras botellas en un arroyito que venia de la montaña, qué placer poder cargar agua fresca de lugares así. Creo que todo nos maravillaba porque veníamos de dos meses duros en la estepa patagónica, donde los ríos están secos y el agua no abunda. Estar inmersos, al fin, en plena naturaleza verde, sentir la humedad de la vegetación en la piel y al respirar era algo que nos ponía muy felices, porque estábamos ansiosos por llegar a lugares como ese. 


La planificación del día se parecía a la del día anterior, salvo que en este segundo el ripio hizo su aparición, en tramos se podía pedalear fácilmente, en otros tramos costaba un poco más, pero fuimos haciendo despacito y sin prisas. Cruzamos algunos vehículos que iban para un lado y para el otro, pero sin contratiempos llegamos a la Playa del Francés, no sé porque le habrán puesto un nombre así con tantos nombres posibles, pero bueno, así se llama y es preciosa. La vista cambió porque las montañas que se veían frente al lago eran otras, con otra disposición y diferente vegetación. Cuando llegamos, además de que no había nadie, tampoco había viento lo que permitía ver ese efecto espejo en el agua, se reflejaba todo tal cual lo que se veía en el lago, una preciosura. Era el lugar y el momento ideal para unos matecitos al sol…


A medida que fuimos adentrándonos en el parque los paisajes fueron cambiando, la ruta sube y baja y va regalándote unas vistas que te dejan sin aliento, el placer de hacerlo en bicicleta es el sentirte parte de esa naturaleza, de esa imagen. Yo siento que voy tan despacio que el paisaje me envuelve, que formo parte de él y que realmente estoy ahí, respirándolo, viéndolo y disfrutándolo. Cómo se nota que extrañé mucho la frondosidad de un buen bosque…

La ultima vez que visité el parque tenia 16 o 17 años y me quedó grabado el color del rio Arrayanes, recuerdo que bajamos a la playita con mi familia, que mis hermanos nadaron en él y que era un lugar soñado. El acceso al rio esta vez fue bastante más caótica, tanto que rocé el mal humor, del que Marqui me salvó con su paciencia. Para empezar, está todo vallado, cercado y cerrado el acceso. Hay un estacionamiento dónde te cobran por dejar el vehículo, con miedo de que me cobren por andar en bicicleta, pasamos rapidito, el chico que trabajaba ahí nos intentó atajar diciéndonos si veníamos a pasar la noche, le dije que no, que sólo queríamos acceder al rio. Sin problemas nos abrió un portón para que pasáramos, la verdad es que el camping en sí es una contradicción enorme. Hay tantas cosas que te olvidas en dónde estás, de repente la vista se me inundó de personas, carpas, reposeras y más personas y más carpas. El oído se me atrofió de escuchar voces y gritos, personas llamando a otras personas a metros de distancia, niñas y niños jugando o llorando, o las dos cosas al mismo tiempo. Súbitamente estaba en la playa de Mar del Plata un 15 de enero, un hormiguero de gente. Y si, me estresé, me agobié y me puse de muy mala onda. Pero me duró poco, porque nos alejamos rápido de todo aquello, un poco siguiendo el rio y otro poco un sendero y pudimos salir a una playa de piedras directa al rio, y ahí sí todo fue paz y hermosura otra vez.

De a poco hicimos nuestro ese sector del rio, el día estaba caluroso y soleado así que nos pudimos meter y pasar un rato en el agua, comimos, tomamos mates, café y todo lo que nos gusta hacer cuando relajamos en lugares así. Pocas personas cruzaron caminando por ahí, la verdad es que teniendo en cuenta la cantidad de gente que había en el camping, creo que muy pocas fueron las que se aventuraron a explorar un poquito más allá. Para nosotros, mucho mejor porque realmente estuvimos muy tranquilos y en silencio. Por momentos a la noche se escuchaba algo de música, como si hubiera algún show en vivo en el camping o algo así, por suerte se escuchaba muy a lo lejos y pudimos dormir en paz.


Fue una noche tranquila, por la mañana nos sorprendió el rocío con todas las cosas húmedas casi mojadas, era la primera vez en este viaje que sentíamos el sereno, sobre el rio había una bruma y en el tronco que reposaba en el medio del rio había una reunión de patos negros muy graciosos que entraban y salían del agua como locos.

Volvimos a la ruta sin la certeza de que fuera nuestro último día en el parque o no, porque la verdad es que al portal de la salida nos quedaban muy pocos kilómetros y nos quedaba conocer el popular Lago Rivadavia. Por lo tanto, para allá nos dirigimos, en el camino se empezó a sentir más la espesura del bosque de alerces, la ruta estaba húmeda y fría, la sombra de los árboles nos protegía del sol, pero no de las abruptas subidas así que nos costo un poquito este tramo en bici. Cuando vimos el Lago Rivadavia fue a través de un camping, en esta zona del parque esta todo mucho más comercializado y privatizado, parece. Andábamos con ganas de comer algo, porque las provisiones nos quedaron escasas, entonces entramos al predio para ver qué ofrecía la proveeduría, afortunadamente tenían tortafritas recién hechas. Pudimos comerlas tomando mates a orillas del lago en una mesita que ofrecía el camping, que se estaba llenando cada vez más de gente, era sábado por la mañana y se notaba que estaban teniendo mucho trabajo con los check-in del fin de semana, sin embargo, la mujer que regentaba todo vio que dejamos las bicicletas fuera en la ruta y nos ofreció entrarlas, me pareció un detalle amable de su parte.


Después del segundo desayuno nos aventuramos a explorar más el lago, lo cual fue algo imposible. La carretera no pasa cerca de él y tomamos un desvío que descendía abruptamente a la orilla, con la mala suerte que había otro camping allá abajo, donde la gente que lo regentaba no fue ni un poco amable, de hecho, nos echaron, si no íbamos a quedarnos a dormir tampoco podíamos quedarnos a orillas del lago, más valía que nos fuéramos. Se ve que el lago es privado, o al menos ese sector, en fin, nada me sorprende a esta altura, ni de la gente ni de las privatizaciones de fuentes de agua.

Íbamos a tener que salir del parque, la ruta nos iba llevando a la salida así que nos dejamos llevar y nos fuimos. Muy contentos por los hermosos días que pasamos dentro y por lo abundante del paisaje. 


Pedaleamos varios kilómetros más, encontramos otro acceso al Lago Rivadavia, explotado de gente, con música y todo así que no nos vimos con ganas de quedarnos allí, y menos mal porque el lugar que fuimos a encontrar a orillas del rio Carrileufú fue la frutillita del postre de unos días soñados.

Tomamos el desvío con poca confianza, porque no existía ninguna señalización, ni carteles ni nada, pero algo nos hizo adentrarnos en él. Había un portón enorme abierto de par en par y dos señoras esperando algo o a alguien a la sombra, les preguntamos qué onda, si se podía pasar y nos confirmaron que sí, que al fondo del camino había un camping, que habláramos con el casero y que seguro podíamos dormir allí. Pedaleamos un poquito más y encontramos un recoveco con un caminito apto para autos, ni bien vimos el rio divisamos un pozón de agua verde y cristalina donde, automáticamente, nos imaginamos chapoteando. No se dijo nada más, allí dormiríamos. Y así lo hicimos, por dos noches.

Entre el soponcio del relajo, el calor y el solcito en la piel me hice la inspirada y salieron algunas frases perdidas…

“Qué lindo está el rio”

Qué frase de mierd#. Hay miles de palabras para describir un lugar y a mí se me cruza esa, qué básica.

Podría decir qué verde se ve todo y sería válido porque pasé muchos días pedaleando en un paisaje gris y seco. Hoy es todo verde, hasta el rio lo cual es normal porque refleja el entorno. Es un verde precioso en todas sus maneras.

Podría decir que se escuchan los insectos como cortina constante de fondo, zumbidos por todos lados, todo el tiempo. Solamente interrumpidos por el cruce de algún vehículo por la carretera de ripio que van dejando una estela de polvo a su paso.

Podría decir que la brisa es suave y ayuda a soportar el sol abrazador.

Podría decir que los insistentes pescadores no van a sacar ni una truchita hoy porque hace mucho calor y deben estar todas refugiándose al fondo del rio.

Podría decir que cada día veo la luna crecer, que se perfila cada día más bonita y que últimamente, no sé cómo lo consigue, pero se me aparece de frente, incluso en plena luz del día.

Podría decir que me siento bien estando acá, perdida en este rio, en no sé qué día del año y sin saber qué debo hacer mañana. Me siento bien de tener este momento para mí.

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