Full Moon Party

 Llegaron las vacaciones, de repente ahí estábamos. Con todo el tiempo del mundo sólo para nosotros. A veces peco de exagerada, y éste es el caso. En realidad, habían terminado las clases, no teníamos que volver a la escuela en las próximas semanas, pero el tiempo libre no lo teníamos. Como extranjeros trabajando “abroad” o en otro país que no es el propio, hay algo que debemos cumplir y son los términos legales para permanecer en un país y trabajar en él sin ser residentes de éste. Es decir, tener la visa pertinente en regla.

La situación en Tailandia es delicada, es complicado conseguir un contrato directo con tu empleador, entonces sucumbís al maltrato y la denigración personal propia de las agencias de empleo. Imagino que aquí son tan vulgares y ruines como en los demás países del mundo. Al final, las regentan gente que se organiza para abusar del poder que tienen frente a la necesidad de varios que tratan de hacer su vida en otro país. Es una ecuación que por regla general no da como resultado el respeto y la empatía.

Entonces, nuestro agente ni siquiera es tailandés, pero eso no lo detiene a robarnos un poquito de nuestro salario cada mes a cambio de que cuando necesitemos hacer o renovar los papeles para la visa de trabajo él nos facilite el trámite. Ni una cosa ni la otra, con esta gente uno no puede dormir tranquilo, basta decir que estoy escribiendo estas palabras hoy, 26 de abril y en 4 días mi visa expirará y todavía no tengo la certeza de que vaya a ser extendida, porque claro está que la agencia, mi agente, la oficina de inmigración, la escuela o a quien le competa el asunto, esperará hasta el último día. Por ende, nosotros también. Aclaración: es imposible concretar estos visados sin un enganche, la corrupción no es sólo argentina queridos.

Quiero aclarar que, en cuanto a nuestras responsabilidades, hemos recolectado los papeles pertinentes y hecho todo lo que nos tocaba hacer, en tiempo y forma, incluso anticipándonos a los tiempos predeterminados. Y que, además, estamos insistiendo a quienes debemos insistir para renovar nuestra visa hace más de un mes. ¿Por qué tantas ansias? Esto no tiene que ver con que seamos ansiosos y responsables, no, esto tiene que ver con que nuestra visa expira en el medio de las vacaciones de “verano” tailandesas. Por ese simple y lógico motivo quisimos hacerla antes, fuimos lo suficientemente bobos como para seguir confiando en que a nuestro agente eso le importaría, claro está que no.

Conclusión, había que decidir, si nos quedábamos en casa mirándonos las caras y despotricando contra el mundo entero por el hecho de que la burocracia iba a cortar nuestras esperadas vacaciones a la mitad o, “a tomar por culo” todo y jugar el As de espada. Por suerte decidimos la maravillosa opción de mandar todo a cagar y hacer lo que deseábamos hacer en ese momento, que, claramente no era esperar a que alguien se dignara a llevarnos a inmigración para renovar nuestros papeles. Así que decidimos irnos unos días, volver antes de la fecha de caducidad de la visa y esperar, un poco más si eso es posible.

¡Que comiencen las vacaciones!

La Maria de aquellos días estaba deseosa por meterle al cuerpo algo que la hiciera sentir que estaba liberada, de vacaciones, de fiesta y descontrol. Coincidió que la vecina había dejado a sus hijos con su respectivo padre y no es buena estando sola, así que fue fácil arrastrarla al supermercado para abastecernos de alcohol y snacks. Ese domingo lluvioso que duró varias cervezas, una botella de whisky y otra de litro de soju fue el inicio de nuestras vacaciones.

En la vorágine del enojo por la injusticia de seguir sin los papeles, compramos pasajes para un vuelo al sur, el destino era la famosisissima isla Koh Phangan. Honestamente nunca estuvo en mi lista de lugares a conocer, pero luego de dos años de pandemia mundial, COVID, o como le quieran llamar la isla se liberó de todos aquellos turistas que sólo la visitaban para ir a celebrar la salida de la luna llena. Si bien dudo mucho de que la mayoría de aquellos que iban hubieran celebrado la salida de la luna llena en sus propios países, la idea de hacerlo en Tailandia parece que les generaba ese no se qué y viajaban kilómetros para asistir. Tampoco estoy segura si entre tanta droga y alcohol le daban bola a la luna, pero esa es otra historia.

El plan era perfecto, con la falta de turismo internacional la isla había vuelto a ser lo que era, una isla más en el golfo de Tailandia.

Viajar en avión me apasiona, me doy cuenta de que al momento del despegue se apodera de mi una fuerza hecha de emoción e inocencia que pobre Marc, me pongo simplemente insoportable, hablo hasta por los codos, comento todo lo que veo, me rio, lo molesto, hago chistes, me rio sola de ellos, a veces los repito y entro en un bucle de risitas y chistes tontos que por suerte son en español y absolutamente nadie en el avión se entera de lo que digo. Me encanta viajar en avión.

Lo gracioso empezó cuando llegamos al puerto en la ciudad de Suratthani, habíamos planeado tomar un “Ferry Nocturno”, ¡cuánto nombre para tan poca cosa! Teníamos algunas experiencias positivas viajando en barcos, de una noche, de varias, incluso ambos tuvimos la fortuna de navegar el rio Amazonas acostados es nuestras hamacas, pero esta nueva experiencia iba a ser de aquellas que te hace replantearte si realmente sos inmune a las pulgas.

El barco flotaba gracias a esa magia que hace que la madera flote en el agua, era chato, como si le faltara un pedazo o como si el techo se le hubiera derrumbado. No tenia cubierta al aire libre era más bien como una caja de zapatos, aplastada, con algunas ventanitas ínfimas en la parte superior. Algo así como cuando vas a la escuela y tenés que hacer alguna maqueta para Tecnología y se te ocurre hacer un barco de cartón, a sabiendas que jamás lo vas a poner en el agua y que ni bien apruebes el trabajo tu mamá lo va a tirar a la basura. De esa calidad. Yo lo miraba y lo miraba desde el puerto y seguía sin entender dónde se suponía que teníamos que dormir. Pánico, mal humor, caras de culo, tensión y todo lo que implica esa situación de imaginarte durmiendo en algún rinconcito del barco con las ratas rozándote los pies descubiertos, los mosquitos zumbándote en el oído, y la ropa pegándose en tu cuerpo por el calor y la humedad. ¡Qué lindo es viajar! Marc intentó recuperar el dinero de los boletos, obviamente no eran refundables, tampoco son ingenuos los tailandeses. Eran más de las diez de la noche y estaba todo el pescado vendido, diría mi jovial compañero. Subimos. Ni tan grave, el lugar donde debíamos dormir era corto, había que andarse agachados porque claro, ya dije yo que al barco le faltaban unos metros de alto. Pero no fue tan malo como me lo pude imaginar, había colchonetas en el suelo, ventiladores en el techo que fueron mi consuelo cuando los vi y hasta unas rígidas almohaditas. Las tensiones fueron aflojando, las primeras risitas afloraron y de repente ya estábamos disfrutando el momento. Preparamos nuestra “camita” juntamos dos colchonetas y las forramos con nuestro pareo, Marc comenzó a agregarle las piernas a sus pantalones desmontables, se puso las medias, su camisa manga larga de jean y yo… bueno yo hice lo que pude, viajaba de vestido corto así que no era tarea fácil cubrirme el cuerpo para evitar roces insectívoros. Creativa siempre, saqué mi toalla de la mochila y me envolví como un canelón, además tenia un pañuelo que estaba estrenando, era el regalo de un alumnito del ultimo año, con el que me cubrí la cara. Era una momia perfecta, sigo sorprendida con la capacidad que tuve de seguir respirando, así tapada como estaba.

Zarpamos al fin y todo sucedió lento, el ronroneo del motor al compás del barco meciéndose y la oscuridad irrumpida por algunas luces diáfanas verdosas hicieron que ese dormitorio improvisado sea idílico para dormir. Finalmente dormimos, algún que otro mosquito nos picó y nos zumbó en el oído, pero nada grave. Nos dormimos como dos lagartos al sol, rígidos y sin preocupaciones.

Atracamos alrededor de las 5 de la mañana, no había un alma en el muelle. No hubo controles de ningún tipo, ni los modernos de COVID, ni los antiguos que siempre te sacan dinero con la excusa de que sos un extranjero entrando a un Parque Nacional Tailandés.

Estábamos contentos, al fin habíamos llegado, ya casi podíamos sentir la suavidad de la arena blanca en los pies, la frescura del mar en la piel y el sol dorándonos con sus caricias. Eso sentía yo, no sé si Marc estaba sintiendo lo mismo, no quisiera hablar por él, además estoy segura de que estaba pensando más en el desayuno que en ir a la playa.

Con sus pormenores conseguimos desayunar y alquilar una moto para salir a recorrer la isla y buscar un hotel que esté soñado pero que sea gratis, o casi. Nos gustan las misiones imposibles.

A veces idealizar un destino puede ser un error garrafal, a medida que íbamos buscando hoteles también íbamos visualizando las playas, la primera que vi era un manglar. Si, un manglar, barro, barro y barro con algún que otro árbol de raíces largas como piernas. Esa fue la primera playa que vi de la “isla paradisíaca” en la que estaba. Me auto animé diciendo que la isla era grande y que seguro ya aparecerían las playas de las fotos. Porque por más que me haga la canchera viajando, sigo cayendo en los engaños de las fotos de vez en cuando, tampoco soy un robot.

La segunda playa era eso que llaman “villa de pescadores” suena hermoso en la teoría, pero cuando algo se llama así lo que podes esperar ver es basura amontonada, restos de barcos a medio hundir en las costas, restos de cabos a medio roer en el agua y en la playa, botellas de plástico por doquier, maderas carcomidas por el tiempo desperdigadas en la arena, en fin, basura amontonada. Sin mencionar el olor, el olor merece un apartado específico, pero como no quiero redundar simplemente lo describiría como olor a lobo marino pudriéndose mientras come calamar secado al sol. Algo más para la imagen, la marea estaba extra baja o invisible.

Ni nos detuvimos, seguimos sin decir nada a en busca de las siguientes playas. La noche en el barco se empezaba a sentir en el cuerpo, el calor ya apretaba y el sol… el sol en Tailandia no te dora acariciándote, te quema a azotes.

Las playas consecuentes no fueron fáciles de ver, el terreno se hundía abruptamente hacia la costa y desde la moto no se veía la arena, tampoco se veían hoteles, así que seguimos avanzando. Después de muchos minutos llegamos a un hotel que habíamos visto por internet y teníamos una idea de cómo seria, todavía era muy temprano, pudimos deambular por las instalaciones, incluso ir al baño, pero no conseguimos conversar con nadie. La playa donde estaba era aceptable, arena suave como harina, agüita clara casi que te daban ganas de beberla. Los ánimos volvieron a aparecer y nos entusiasmamos un poco más.

Finalmente, después de darle una vuelta y media a la isla y luego de tanto buscar y preguntar, estoy siendo exagerada de nuevo, conseguimos un hotel que tenía los requisitos básicos y que nos salía muy a cuenta. Primera línea del mar, con piscina y de habitación limpia con aire acondicionado, para lo que costaba era casi gratis la verdad. Sin considerar que quizás eran nuestras últimas vacaciones en Tailandia, porque no nos olvidemos que seguimos sin la renovación del visado. No nos relajemos todavía.

Una vez instalados fuimos en busca de provisiones para aprovechar la moto que sólo la tendríamos un día, pensábamos quedarnos en el hotel haciendo nada toda la semana. Nos abastecimos de agua, cerveza, snacks, galletitas y algunas que otras cositas que consideramos imprescindibles para disfrutar de nuestros días en la playa.

Ahora si, a disfrutar. Llegamos al hotel el último día de la fiesta más importante para los tailandeses, el Songkran, es su año nuevo, en algún momento lo festejaron en estas fechas, luego lo cambiaron y ahora responden a nuestro calendario, pero en realidad deberían tener otro, porque si nosotros estamos en el 2021 ellos están en el 2565. No quiero divagar con eso, la cuestión es que había muy poca gente en el hotel, solo una familia de rusos. Eran pocos, pero el parlante portátil que llevaban a todos lados encendido con música electrónica daba para sonorizar un estadio de futbol. ¡viva Rusia!

La paz comenzó cuando se fueron y las cosas lindas comenzaron a suceder, cosas que insisto, sólo pasan en Tailandia. Se apareció el dueño del hotel, muy simpático con su perfecto inglés aprendido luego de haber vivido 12 años en Londres, nos explicó que tenia unos estanques con peces no sé en qué lugar de la isla y que estaba yendo a pescar algunos para la cena. Automáticamente nos invitó al evento, seria por la noche, con el personal del hotel que no eran muchos y habría pescado a la parrilla. La cara de Marc se iluminó, iba a poder comer pescado y se le notaba la felicidad. Conmigo es difícil que él consiga siquiera pedir pescado cuando vamos a cenar, es que a mi no me gusta. En realidad, sí, pero no me gusta el animal en si mismo, ni sus espinas ni los ojitos vacíos y espejados que les quedan después de cocinados. Un filete de merluza que bien puede ser de pollo o de lo que sea, sin cabeza ni ojos, muy bien, lo como sin problema, pero desmenuzar el pescado entero con tus manos mientras te mira con esas cavidades tan tétricas, es otra historia. Cuestión, yo no sé si pasa seguido cuando uno se va de vacaciones que el dueño del establecimiento se arranque con unos pescados a la parrilla gratis para los huéspedes. Como creo que no pasa a menudo me generó alegría y me hizo sentir bien, a gusto, como en casa, aunque no la tenga.

Aquella noche del pescado no quedo nada, bueno los ojitos si, obvio. Por suerte también trajeron cerdo asado y eso me entusiasmo mucho más.

Marc no tardó en ir a bucear, porque era un objetivo claro de las vacaciones. Yo no buceo, sé que es algo que no me va a gustar y no me quiero exponer a un estrés innecesario en mi vida. A esta altura ya se qué es lo que me puede gustar y qué no. El buceo está en el grupo de los que no. A él le encanta y además justo salían a una roca en el medio de la nada que dos años antes, cuando estábamos en otra isla de por ahí, había intentado ir, pero a causa del mal clima no lo logró. Esta era su revancha, claro estaba.

Mientras él nadaba con miles de barracudas y buscaba el tiburón ballena en el horizonte yo me senté en la playa, con mi mate de agua fría a ver pasar las horas sobre el mar. Hacia calor, el sol estaba endemoniado e intente refrescarme en el mar. La marea seguía baja, el agua casi no se veía de lo transparente que estaba, me atreví a meterme caminando suave tratando de no pisar piedras, coral o erizos. Muy concentrada llegué hasta un claro de arena suave y resplandeciente, el agua me sobrepasaba las rodillas y ahí me tumbé. Si hubiera sido un fideo mi tiempo de cocción habría sido de 10 minutos, al dente. Fue una mañana de introspección y reflexión. Estando sola era fácil llenarme de pensamientos, dudas, certezas, teorías y demás.

No sé cuantas noches pasamos en nuestra primera habitación, digo primera porque un día el dueño del hotel se apareció nuevamente y nos dijo que nos iba a dar un “up-grade” algo así como subir de categoría y nos ofreció un chalé o bungalow cerquita del mar. Tan cerquita que de noche se escuchaban las olas desde la cama. Gratis. Otra vez me maravillé con los tailandeses y su generosidad. Me gusta pensar que estas cosas nos pasan porque somos buenos, respetuosos, amables y siempre sonrientes. Es que así somos y me encanta.

Entre tanta paz, romance y bienestar llegó el tan temido mensaje. Era nuestro estimado agente avisando alrededor de las seis de la tarde que al otro día muy temprano iríamos a inmigración a hacer nuestra visa. Y nosotros a más de mil kilómetros de donde tocaba y en el medio del mar. Se despertó la María mentirosa y empecé a crear historias en mi cabeza para inventarle cualquier excusa, que sabría no valdría para nada, para explicar que no íbamos a poder ir porque no estábamos allí y que volvíamos la semana que viene. La jugada nos había salido mal, nuestro agente nos despediría porque eso hace con quien no le sigue el circo, habíamos elegido las vacaciones y habíamos perdido la oportunidad de renovar la visa. Yo ya estaba mentalmente aterrizando en Barcelona cuando Marc me sacó de mis cavilaciones y me dijo con su temple de acero que le íbamos a decir la sencilla verdad “no estamos en Chonburi, volvemos la semana que viene”. Así lo hicimos, el cretino nos dijo de todo menos que estábamos despedidos, así que seguíamos en juego. Además, había un profesor conocido que todavía le faltaba un papel que suele demorar tres días y luego de tenerlo recién uno puede ir a la oficina de inmigración, por lo tanto teníamos esa esperanza de que no lo conseguiría y que, de todas maneras, el agente tendría que volver a inmigración la semana próxima, cuando nosotros ya estuviéramos disponible. El plan podía funcionar todavía.

La mañana siguiente mientras nosotros escuchábamos el mar desde nuestro chale, varios profesores iban a la oficina de inmigración con el Cretino, creo que es un buen nombre. Porque decirle “agente” me parece demasiado profesional para alguien como él. La esperanza que teníamos con el profesor se derrumbo en un segundo cuando nos comunico que le hicieron el papel inmediatamente y que él ya estaba yendo también a la oficina con los demás profesores. Perdimos. Cretino 1, Marc y Maria 0. Cuando uno pierde sólo se escucha el silencio, yo ya estaba nuevamente aterrizando en el Prat de Barcelona. Salimos de la cama, Marc muy cabizbajo hasta que empezamos a tomarle el gustito a la idea de que quizás el fin de semana siguiente ya estaríamos comiendo pan con tomate y jamón.

Pasaron interminables horas hasta que otro mensaje irrumpió nuestra “paz”. El Cretino no consiguió el visado para sus profesores, los cuatro o cinco profesores que se pasaron el día en la oficina de inmigración no consiguieron extender el visado, claro está que el Cretino no sabe hacer su trabajo y por eso insisto en que nos roba dinero porque lo único que tiene que hacer, nunca lo consigue. Cretino 1, Marc y Maria 1. Seguimos en juego, a todos los profesores se les vence la visa el mismo día que nosotros por ende la semana próxima iríamos con ellos porque ya habríamos vuelto de nuestras vacaciones. La jugada nos salió bien.

Volviendo a la isla, donde nuestros cuerpos se encontraban, quiero contar que un día volvimos a alquilar una moto para explorar mejor la zona. Primero quiero aclarar, a mi me gusta andar en bicicleta y el principal motivo de ello es que puedo ir lento. Con la moto, que encima no manejo yo, todo se torna más complicado. Quién realmente sufre cuando alquilamos una moto es Marc, el conductor asignado. ¿Por qué? Porque yo simplemente me dedico a pellizcarlo cuando acelera, apretarlo fuerte cuando hay alguna bajada, golpearle el casco con el mío cada vez que frena y a susurrarle constantemente que no estamos apurados, que no hace falta ir rápido y que a 40km por hora uno es feliz.

Conocimos otra playa muy hermosa en el circuito, era bastante más alejada de todo, pero el camino para llegar valía la pena, por un momento me sentí de nuevo en la ruta, como cuando viajaba en bicicleta, porque era de esas típicas rutas alternativas tailandesas, rodeadas de un verde estridente, con un asfalto liso y ese olor a humedad, a selva. Simplemente hermoso.

Algo que aprendí en Tailandia es la existencia de un ser despreciable, no estoy hablando del Cretino, ínfimo, casi imperceptible, alado, negro de colita blanca. Las “sandflies” o en criollo, las moscas de la arena. El peor enemigo de todo aquel que quiera disponer su pareo en la arena y tumbarse al sol a disfrutar de la vida. Qué capacidad de enloquecer a la gente, o a nosotros. caminábamos por la primera playa descubierta del día, de la mano, riendo, hablando, siendo dos enamorados ingenuos, cuando la vi, la vi posada sobre mi pierna mayor y le di una cachetada violenta, más a mi que a ella, porque ya dije que son ínfimas. Empezó el pánico, nos metimos al agua y caminábamos con el agua a la cintura, con miedo. Es que las picaduras de estos insectitos te duran una semana y mientras, te quema, te pica, se hinchan provocando una montaña roja en la piel. Es desesperante como arden esas picaduras, en especial por la noche.

Nos lo tomamos con humor, al final mientras más natural es la playa, más posibilidades hay de que haya mosquitas. Si te gusta el durazno, bancate la pelusa, dirían por mis pagos.

Nos gustó mucho la playa igual y nos reímos mucho comiendo y tomando las provisiones que Marc se encargó de buscar, con el agua al pecho. Veíamos algunos ingenuos turistas que osaban tirarse en la arena a tomar el sol y comenzaban a rascarse o taparse con algo, nosotros nos reíamos desde el agua, un poco con maldad y otro poco con alivio de que no éramos los únicos que sufríamos las malditas picadas.

Decidimos ir a conocer la zona donde se realizaba la fiesta de la luna llena, “full moon party”. Muchos años la fiesta le dio dinero a la isla y la colocó en la cabecera de varias listas de islas a conocer en Tailandia. Imagino que hace tiempo tuvo otro esplendor, la playa era preciosa, extensa, blanca como el talco, el color del agua simplemente no se puede describir, es una fusión entre azul, turquesa y verde que depende como sólo se puede apreciar en estas aguas.

Si bien nunca fui participe de esa clase de turismo, ver lo abandonado y desolado que esta todo me entristeció. Hoteles, restaurantes, bares, negocios de souvenirs, de alquileres de motos, todo, todo cerrado y abandonado. Escombros por acá y por allá. Basura por acá y por allá. Creo que una invasión zombi habría dejado la zona mas bonita. El COVID arrasó el negocio que tenían montado. Para bien o para mal nunca llegaremos a saberlo, la playa se veía realmente como las fotos, era una postal de Tailandia en su máximo esplendor.

Hasta que decidimos nadar en ella, qué gracioso como picaba el agua, fue como nadar con miles de medusas al mismo tiempo o bañarte con agujas y frotarte bien. ¡qué pena! A veces el coral desprende algunas cosas que escuecen en la piel, pero esto era algo muy fuerte, una colega de la escuela que también estaba en la isla me dijo que eran medusas. No me lo creí del todo, porque así soy, pero a juzgar por la temperatura del agua bien podría ser cierto y efectivamente he nadado con medusas.

Explorar la isla en moto nos costo varias picaduras e irritación en nuestros cuerpos, pero valió la pena tanto como para conocer un poco más pero también para quedarnos tranquilos que la playa que habíamos elegido para pasar nuestras vacaciones era la más bonita y amigable.

La ultima noche la compartimos con la colega mencionada, una polaca amante de las noticias y la nutrición. Nos tomamos unos tragos, es gracioso pedir tragos en Tailandia porque nunca sabes como va a venir, el nombre puede ser internacional pero después sus ingredientes quedan sujetos al libre albedrío del barman de turno. En fin, estaban ricos y pegaron, al final eso es lo que cuenta.

Chau Koh Phangan, hasta siempre.  Chau vacaciones, hasta la próxima.

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